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viernes, 19 de septiembre de 2025

Cuando la cultura no sirve para nada

 

Cuando la cultura no sirve para nada

(y por eso lo es todo)

Por María Alejandra Padilla




Nos enseñaron que la cultura no sirve para nada. Que el arte no da de comer. Que las humanidades son un lujo decorativo. Nos educaron en la lógica de la utilidad, donde todo lo que no produce ganancia es visto como un gasto, una pérdida de tiempo. En ese sistema de pensamiento, la cultura se convierte en algo marginal, y lo humano se reduce a su función.

Y sin embargo, cuando todo se rompe —cuando experimentamos una crisis, un duelo, cuando vivimos en guerra o aislamiento— lo que nos salva no es la eficiencia, ni la producción, ni la velocidad. Lo que nos sostiene es la poesía, la música, la memoria, los rituales. Lo que nos abraza es eso “inútil” que llevamos dentro, y que sin embargo nos hace profundamente humanos.

Esa es la paradoja de la cultura: no sirve para nada... y sin embargo lo sostiene todo.

No es solo una paradoja social. También lo es en las organizaciones, donde paso mis días. Porque así como en la sociedad la cultura se expresa en el arte, las costumbres, los modos de habitar, en las organizaciones se manifiesta en las prácticas, los símbolos, los vínculos. Pero allí también corre el riesgo de volverse herramienta. De reducirse a un “recurso” al servicio de la rentabilidad. De perder su potencia transformadora cuando se la utiliza únicamente para generar una utilidad.

¿Y qué pasa cuando la cultura pierde su raíz? Cuando se transforma en adorno, en cliché, en protocolo… lo que queda es vacío. Las personas se materializan. Se convierten en capital humano. El alma de la organización se adormece.

La raíz de la cultura organizacional está en las personas, y más aún en la esencia de quienes lideran. No es un activo que se gestiona, es una vivencia que se encarna. Es el modo en que una organización decide mirar al mundo, vincularse con su entorno, dar lugar a lo inesperado. Y cuando esa mirada se desconecta de lo humano, cuando se prioriza el control por sobre el cuidado, lo medible por sobre lo vivible, entonces emerge la enajenación. Se trabaja mucho, se produce mucho, pero se habita poco y con el tiempo inevitablemente se acaba produciendo poco.

Byung-Chul Han, al hablar de la sociedad del rendimiento, señala que ya no es el poder externo el que oprime, sino la presión interna por autoexplotarse, por ser más productivos, más eficientes, más útiles. En esa lógica, todo lo que no encaja en la categoría de “útil” es descartado. Incluso lo humano.

Pero lo humano no puede medirse con los mismos indicadores que la productividad. No se trata de romantizar el desorden, sino de recuperar el sentido. Porque como dice Silvia Rivera Cusicanqui, hay saberes que no se piensan, sino que se sienten y se viven. Saberes sentipensantes. Y las organizaciones necesitan también ese tipo de saber, ese que no aparece en los balances pero que se intuye en el ambiente, en los gestos, en las ausencias.

Las culturas —las sociales, las organizacionales— se sostienen cuando están vivas, no cuando son útiles. Y sin embargo, una cultura viva puede transformar profundamente lo que entendemos por utilidad. Puede reordenar prioridades, redefinir lo que se considera valioso. En otras palabras, puede hacer que lo esencial vuelva a importar.

Y cuando eso sucede, algo poderoso ocurre: los resultados también llegan. Porque las llamadas organizaciones de alto desempeño no son aquellas que exprimen más a su gente, sino las que logran generar contextos humanos donde las personas pueden desplegar lo mejor de sí. Son organizaciones que alcanzan resultados extraordinarios no a pesar de cuidar su cultura, sino precisamente porque la ponen en el centro. Intervienen en lo humano, en lo simbólico, en lo profundo. Y es desde ahí, desde esa cultura viva, emergen la innovación, la colaboración, la resiliencia.

Por eso sensibilizar en las organizaciones no es un acto blando, ni naïf. Es un acto político. Es mirar a las personas no como engranajes sino como portadoras de mundo. Es comprender que cada quien trae consigo una historia, un lenguaje, una tierra, una herida, y que desde ahí también se construye lo colectivo.

En momentos en que todo se vuelve número, dato, métrica, es urgente recordar que lo que da sentido a nuestras vidas no se puede graficar. Lo que nos salva —como personas, como organizaciones, como sociedades— es justamente aquello que no sirve para nada: cantar, escuchar, reír, hacer silencio, mirar sin pedir resultados.

Recuperar esa dimensión no implica abandonar la utilidad, sino ponerla en su lugar. Como consecuencia, no como norte. Como una posibilidad, no como una imposición.

Porque las culturas que sobreviven no son las más eficientes, son las que saben cuidar.

Y quizás de eso se trate: de volver a cuidar. Lo que somos. Lo que hacemos. Lo que compartimos. Aunque no sirva para nada. O justamente por eso.