martes, 7 de diciembre de 2021
Lectura de María Lanese
Entrega de galardon Raúl Aceves 2021
Dentro del marco de la FIL Guadalajara 2021, se llevó a cabo la entrega del Galardón Raúl Aceves 2021, que en esta ocasión se le entregó a la escritora María Lanese, del PEN Argentina.
En la entrega, estuvieron presentes la Vicepreseidenta del PEN Internacional Lucina Kathmann, la presidenta emérita del PEN Guadalajara, Martha Cerda, el poeta y miembro del PEN Raúl Aceves, y el escritor, editor y también miembro del PEN Guadalajara, Luis Mario Cerda.
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Miembros del PEN Guadalajra con la galardonada |
jueves, 4 de noviembre de 2021
Homenaje PEN Protesta y celebración día de muertos 2021
martes, 16 de febrero de 2021
jueves, 17 de diciembre de 2020
Un disfraz para Roberto por Alejandra Maraveles
Sábado en la tarde, ojalá fuera tan
divertido como lo hacían sonar el resto, me daba dolor de cabeza tan sólo abrir
Facebook, allí estaba el aviso que ya me conocía de memoria «Roberto tienes notificaciones»,
entre las que encontré desde temprano esas fotos, imbécil Pedro que me dijo que
no iba a hacer nada para su cumpleaños, el Jorge acababa de subir una foto,
habían invitado a todos, bueno no a todos, a mí no me habían invitado.
Me dieron ganas de aventar la
computadora, eran una bola de traidores, seguro se crearon un grupo en el que
me excluyeron en Whatsapp, así hicieron planes sin que me diera cuenta. Era
momento de buscarme nuevos amigos, o mejor dicho de buscarme unos verdaderos
amigos.
Me levanté al escuchar ruidos, en el
primer piso del edificio parecía que iban a dar una fiesta infantil, acababa de
llegar una camioneta con un trampolín, la idea de soportar toda la tarde de
gritos de niños, no me era para nada placentera.
Decidí ir a la cocina, me prepararía un
sándwich o algo para comer. Mientras ponía las rebanadas de jamón sobre el pan,
alcancé a escuchar el sonido de cuando alguien recibía un mail, «probablemente una
cadena», me dije, pero la alarma volvió a sonar.
Me dirigí a la computadora, un mail, con
el asunto en negritas resaltaba del resto: «Gran fiesta de disfraces»,
anunciaba. No parecía el típico «Spam», lo abrí con la curiosidad picando en mi
dedo. Una imagen en rojo y negro llenó mi pantalla, los datos de la fiesta
parpadeaban, estaba dirigido a un tal Luis, yo no me llamaba así, yo era
Roberto, pero no me importaba, esa invitación era como un llamado a mi yo
salvaje, a ése aburrido de pasar los sábados viendo televisión, a ése olvidado
por los «amigos», a ése que tendría que aguantar gritos infantiles lo que
restaba de la tarde.
Miré la dirección, la fecha y la hora,
era para esa noche, eso me detuvo un momento; yo no era de los que planeaban
mucho, pero tampoco de los que se iban a la aventura sin pensarlo dos veces. En
ese momento una notificación con otra foto del cumpleaños de Pedro apareció en
mi pantalla. Gruñí un poco, tal vez era el empujoncito que necesitaba para ir a
la fiesta.
¿Disfraces decía, no?, entonces tenía
que buscar algo con que ir, no podía vestirme de aburrido oficinista tipo
Gódinez, de eso me vestía todos los días y de por sí ya era demasiado patético,
tenía que ser algo genial, algo distinto. Pensé durante cerca de una hora, cada
idea que llegaba a mi cabeza, la desechaba con la misma rapidez, tomaba en
cuenta lo caro y lo accesible, y al parecer, no había un sólo disfraz que fuera
barato, fácil de conseguir y mejor que la ropa que ya poseía.
¿Por qué me pasaba eso?, ¿cuándo me
había convertido en este ser que contaba cada miserable peso?, ¿qué no se
suponía que trabajaba, para no tener que pasar por esta situación?
Respiré profundo, no quería darles la
razón a la bola de desagradecidos que estaban festejando el cumpleaños de
Pedro, no que supiera lo que ellos pensaban, pero viendo los hechos y mi
no—invitación a su celebración, podía suponer que ellos no tenían una buena
opinión sobre mí. Y mi propia indecisión para escoger un disfraz adecuado, era
prueba de ello. A veces pensaba que sólo me faltaba vivir en casa de mis padres
con cero independencia para ser el epítome de los fracasados.
Me asomé por la ventana, los chiquillos
del departamento dos, ya brincaban ruidosamente sobre el trampolín, una camioneta
tipo van se acercó, «más mocosos, pensé», en lugar de regresar a mi cuarto,
seguí mirando, un payaso alto y obeso salió de la parte trasera.
—Ése es un buen disfraz —me dije.
Como si esa fuera una señal del cielo,
bajé las escaleras rápidamente, unos diez minutos de espera serían suficientes
para poder colarme dentro de la vieja van, y «tomar prestado», un traje de
payaso, aunque tenía que admitirlo, no era algo genial, aun así, no me quitaba
la sensación de estar dentro de una película
de acción.
—Tú puedes Roberto —mencioné en voz
baja.
El chofer recibió una llamada a su
celular, el payaso no se veía cerca, era el momento apropiado, me deslicé
dentro de la van, el lugar apestaba a mugre, sudor, comida vieja y algo que no
pude detectar. Había varias cajas amontonadas, distinguí un tubo de maquillaje
blanco. A la izquierda de las cajas estaba un rack con media docena de trajes
de payaso. Observé encima de mi hombro, nadie estaba allí, nadie me miraba, si
iba a hacerlo, era el momento, no podía retrasarlo más.
Uno… tomé el traje y el maquillaje, dos…
miré por la ventanilla, el chofer seguía en el teléfono, tres… abrí la puerta
de la van, cuatro… salí corriendo lo más rápido que me permitieron mis pies,
cinco… llegué al rellano de la escalera, seis… subí las escaleras con lo que me
quedaba de aliento, siete… llegué a mi departamento, ocho… me dejé caer en el
piso.
Una vez que respiré con normalidad, vi
mi recién adquirido disfraz, estaba envuelto en plástico, vi la nota de la
tintorería, al menos estaba limpio. Un ligero pinchazo de culpa me pegó por un
segundo, pero no era como si lo fuera a robar, lo usaría y lo llevaría a esa
tintorería, así lo tendrían de regreso. Yo no era un patán, tomar el traje, era
un caso de extrema necesidad.
Regresé a la computadora, anoté la
dirección en la agenda de mi celular, la fiesta empezaba en tres horas,
entonces recordé que no había terminado mi sándwich, con la emoción corriendo por
mis venas, fui a la cocina, comí y después tomé un baño, cuando salí, vi casi
veinte notificaciones de Facebook, la mitad con más fotos de la fiesta de
Pedro. Apagué el aparato, al tiempo que torcía la boca, no me iba a desanimar
por lo que ellos hicieran o dejaran de hacer, tenía una misión en puerta;
todavía tenía que pintarme la cara antes de ir a mi fiesta de disfraces. Les
iba a demostrar a esa bola de estúpidos quién era, alguien audaz, un verdadero
amante de la improvisación.
Me maquillé lo mejor que pude, terminé
de vestirme y me vi en el espejo, realmente distaba de ser un disfraz genial,
sin embargo, había pasado por mucho para conseguirlo, salí de mi departamento dispuesto
a la aventura, a la diversión a todo aquello que representaba a alguien
distinto a mí.
Estaba por llegar a mi carro, cuando la
mujer que vivía en el dos, me alcanzó.
—¡Qué bueno que sí pudo mandar a alguien
más!
—¿Perdón?
—Sí, sé que sólo había pagado por una
hora, pero vea… los niños apenas están llegando, me dijo que iban a verificar
si podían mandar a alguien. Me alegra ver que lo mandaron. No debe hacer mucho,
sólo póngalos a jugar, sólo por un rato…
La mujer me miraba con la desesperación
marcada en sus ojos.
—Vamos, le pagaré el doble…
Discretamente vi la hora, ya debía
salir, la fiesta ya había empezado.
—Si quiere, se los doy por adelantado —la
mujer se acercó y me dio un sobre.
Lo abrí y dentro había cerca de tres mil
pesos. Por un instante estuve a punto de ir en contra de la señora, decirle que
me confundía, que yo era su vecino y que estaba vestido así para probar cosas
nuevas, para ir a una fiesta a la que ni en mil años me habrían invitado.
—Vamos, no se quede allí, entre, que los
niños están in-sopor-ta-bles.
Sin mucho pensarlo, estaba siguiendo a
la vecina del departamento dos, y entonces lo supe, no iría a la fiesta de
disfraces, con cada paso lo admitía, no era el hombre audaz que deseaba, no era
arriesgado, ni aventurero, era un típico Godínez, que a duras penas podía pagar
el lugar donde vivía, era un oficinista con un subsueldo, el cual tenía que
contar cada centavo para poder subsistir; quien lo más arriesgado que había
hecho en su vida, era robar el traje de payaso que llevaba puesto, no era
elegante, ni gastaba mi quincena en una salida de viernes, era yo, Roberto, un
fracasado… pero un fracasado que al final de la noche tendría tres mil pesos
más en la bolsa.
jueves, 10 de diciembre de 2020
¡Maldita Venus! por Aida López
La última novia que tuve me abandonó cuando supo que no planeaba casarme pronto. Mis amigos tenían muchos problemas con las suyas y los que no, estaban depresivos en el mejor de los casos o con enfermedades venéreas. Estos pensamientos me asaltaban cada vez que me subía a mi coche para ir a alguna parte y veía parejas en los parques, sentados en un café o que simplemente iban caminando tomados de la mano.
En mis intentos desesperados por
encontrar a alguien, me inscribí a varios portales de Internet en busca de una
chica que tuviera un perfil semejante al mío; algunos sitios me daban la opción
de especificar una lista de características deseables. Son maravillosos estos
tiempos, pensaba.
Un día de ocio, caminando, pasé por una
tienda que vendía juguetes sexuales, no tener pareja no impidió que entrara por
curiosidad. Entre amigos siempre comentábamos de las últimas novedades; algunos
eran verdaderos expertos. En un rincón del lugar me llamó la atención una
muñeca inflable que estaba aislada, como sí no estuviera en venta, con un
letrero que decía: «Malhecha».
Sin aguantarme la curiosidad volteé a
preguntarle al chico que estaba en el mostrador si la muñeca estaba en venta, a
lo que él me respondió que no, que por eso tenía el letrero de Malhecha, que
estaba fallada. Cuando te dicen no a algo te encaprichas, así que insistí en
que la quería comprar. El chico me miró extrañado y me dijo que no me la podía
vender, porque luego iría a reclamar la falla. Fue cuando tomé conciencia de que
no había preguntado cuál era el defecto; al hacerlo, el joven me respondió que
no sabía, que el propietario de la tienda era quien revisaba la mercancía y por
lo tanto desconocía por qué le había puesto Malhecha. Finalmente me retiré,
acordando que regresaría al día siguiente para estar al tanto de la respuesta
del dueño a mi intención de compra.
Toda la tarde y hasta dormirme no me
pude sacar de la mente la palabra Malhecha, ¿quiénes están malhechos?, ¿yo, soy
un malhecho?, ¿acaso todos estamos malhechos? Quizá yo era uno de ellos y por
eso quería tener a la Malhecha conmigo. Ante tal posibilidad sentí temor de que
esa obsesión de tener un inflable defectuoso fuera el síntoma de un trastorno y
eso podría explicar, en parte, por qué me negaba al matrimonio. ¿Me estaría
volviendo loco?
Al día siguiente, lo primero que hice
después de tomarme un café, fue dirigirme al Sex Shop, si tenía suerte en pocas
horas ya estaría «viviendo» con la Malhecha. Me reía de pensar en la cara de
mis amigos cuando supieran de la muñeca inflable y de su nombre. Cuando entré a
la tienda el chico me recibió con una sonrisa y me dijo: tiene suerte, la
Malhecha es suya. ¡Ah!, pero antes debe firmar de conformidad con la mercancía
que se está llevando, no se aceptan devoluciones por ninguna clase de falla. La
única especificación es que cuando esté perdiendo volumen solo la puede inflar
con su aliento.
Al momento que tomé la pluma para
firmar, no pude evitar sentir que era como un matrimonio, yo que lo había
evadido por tanto tiempo ahora me estaba «casando» con la Malhecha, solté una
carcajada y leí en voz alta: no se aceptan devoluciones por ninguna falla. Si
con esa firma la Malhecha era mía, pues firmaba.
La subí al carro y la Malhecha iba a mi
lado de copiloto, en los altos las personas, desde sus vehículos, se me quedaban
mirando, una sexagenaria hasta hizo la señal de la cruz cuando nos vio. Solo
faltaba que me hubieran multado por llevar a la Malhecha conmigo.
Llegamos a mi apartamento y la coloqué
en el sofá de la sala, luego vería dónde acomodarla. Extrañamente ese plástico yacente
me hizo sentir acompañado. Observaría si la falla era que se le salía el aire,
si era eso debía preparar mis pulmones para inflarla tantas veces como fuera
necesario para conservarla.
Al día siguiente la Malhecha había
perdido volumen, antes de irme a la escuela aspiré hondo y me dispuse a pasarle
mi aliento para que volviera a ser la de antes; no sé cuántas mañanas tuve que
hacer lo mismo hasta que una noche descubrí que entraba una luz violeta por la
ventana, se posaba sobre la Malhecha y enseguida perdía volumen.
Desde esa noche, las siguientes ya nunca
fueron igual. Me mantenía a la expectativa de la llegada de la intensa luz neón
que desinflaba a mi Malhecha. Estaba desesperado, ansioso. ¿Esa sería la falla
a la que se referían en la tienda? ¿Sabrían ellos de la luz neón?
Una noche encerré a la Malhecha en la
bodega, ahí no había ventanas donde pudieran robarse el aire que la mantenía erguida.
Cuál fue mi asombro cuando la fui a buscar a la mañana siguiente y estaba en el
suelo como un pegote. Enseguida la recogí y le fui pasando mi aliento hasta que
volvió a ser la misma.
Debía tomar medidas más drásticas para
impedir el robo de su aire, mejor dicho de mi aliento. ¿Cómo podría denunciar esto?
Entonces sí pensarían que estaba loco. Llegando la noche me mantendría alerta,
entrada la madrugada, cuando la luz neón traspasara paredes, ventanas o lo que
sea, abrazaría a la Malhecha y no permitiría que se llevaran nuestro hálito.
Eran las tres de la mañana cuando
escuché un zumbido, del que no me había percatado antes, anunciando la llegada
de la luz infernal. Me levanté de la cama y abracé a la Malhecha, sentí que la
luz nos absorbió con tal fuerza que no supe cómo aparecimos en un lugar
impregnado de luz violeta. La visión no alcanzaba a más de un metro, por el
intenso resplandor.
La Malhecha y yo continuábamos
abrazados. Entre el resplandor podía vislumbrar figurillas que se movían de un
lado a otro. Nadie hablaba. Sin saber cuántas horas o tiempo pasó, una fuerza
nos fue empujando hasta caer en una superficie blanda, con una consistencia que
volvía a su forma en cuanto nos movíamos. La luz violeta había sido sustituida
por una luz roja brillante que dejaba ver Malhechas por todas partes. Una, dos,
cien, quinientas, mil… me estaba volviendo loco. Mi Malhecha se separó de mí y
se confundió entre las miles iguales a ella.
De repente me vi, ¿por qué me estaba
viendo?, ¿estaba frente a un espejo? intenté avanzar, pero mis pies estaban
adheridos a la superficie. En eso comenzaron a aparecer cientos, miles,
millones iguales a mí. Gritaba ¿dónde estoy? ¡Esto es una pesadilla!, pero mis
palabras no tenían sonido. Millones de Malhechas y Yos se trasladaban sin
rumbo. Lo único que quería era regresar a mi apartamento, no me importaba que
la Malhecha no se fuera conmigo, total ya no sabía cuál era la mía entre las
millones.
Al parecer mis Yos eran los árboles en
ese planeta de venus malditas. Mis Yos les daban vida, vivían del oxígeno de
pulmones humanos. Mis Yos eran sus esclavos. Intentar liberarlos desataría una
guerra interplanetaria. Me cuestionaba si mis entes tenían conciencia o eran
simples robots. Mi duda se despejó cuando vi que unas Malhechas rellenaban unos
plásticos con el aire de mis Yos y estos plásticos tomaban mi forma
reproduciéndose infinitamente.
La fatiga me venció y desperté tirado en
el piso de mi recámara tres días después según el calendario, sin embargo, quizá
en el planeta rojo de las Malhechas el tiempo se dilata, porque cómo explicar
que hubieran millones de Yos en tan solo unos días.
Después de ese extraño episodio pasé por
el Sex Shop varias veces y siempre estaba cerrado; ayer lo hice por última vez,
pero solo encontré un letrero que dice: Se Renta.
Extraño a la Malhecha.
Tomado del libro: México Hoy, Editorial La Zonámbula
jueves, 3 de diciembre de 2020
Acaso en invierno por Jorge Luis González Trujillo
en una red de líneas que se entrelazan,
en una red de líneas que se intersectan,
Ítalo Calvino
si decidieras mirar a
través de la noche
de viaje fuera de tus
costas,
transitando senderos
sin huella;
te asomaras por
abruptos precipicios
sin temer siquiera al
arrojo,
sin ahogar quizás el
suspiro de caída.
Allá abajo se abruma
la nostalgia
en torno a un momento
de silencio;
descubrirás en el
vacío: el espejo,
recorriendo en
sentido opuesto
tu silueta bañada de
luna,
leyendo con su vista
de sombra
tu rostro envuelto de
preguntas.
Si de imprevisto el
viento acicalado
reptara el risco de
subida,
llevara sus palabras
a tu oreja:
desciende por la
fosa,
surca tu barca entre
filos de angustia,
para contarte del
naufragio.
¡Atrévete a bajar por
las respuestas!
Voz gota y fuego
dicen que soy
la voz la
gota y el fuego
voz que libera
la gota de sudor
dislocada
por el fuego
voz en su enigma que
perturba el espacio
por donde brotan las
palabras
gota que permite a la
existencia asomarse
para que otros la
vean en lo escrito
fuego que escandaliza
al silencio
para retumbar voces
dormidas
en letras sin tinta
voz torturada cuyo
grito se escucha
por siglos con rostro
de hombre
gota de amargura que
fenece tras caer
en fango ceniza arena
de milenios
fuego de otra Gran
Explosión
que aún no dispone a
descubrirse
acaso
la voz la gota y el fuego
del rostro de
cuyos nombres pertenecen a otro
el nuevo hombre
se levanta del mar.
Tomado del libro: México Hoy, editorial la Zonámbula