Entrega Premio

"Raúl Aceves 2022".

Periplos Literarios

Revista del PEN Centro Guadalajara .

Censura y Autocensura

Encuentro de escritoras latinoamericanas

Galería Tokiota

Congreso Mundial Pen en Tokio 2010

viernes, 15 de marzo de 2024

El tiempo que pasa - Gulnara Molina

 

El tiempo que pasa

Gulnara Molina Román

 


¡Ojalá otro tiempo nos envolviera!

Donde no se equivocara el camino

Y ante el sutil intento de crecer

Tus ojos

aún miraran con ternura

el rotundo atardecer de los ojos míos.

¡Ojalá que mis sueños no fueran sueños!

Y tu mano tomara con fuerza mi mano

Y aún en el paso lento de nuestros pies

Tu corazón latiera

como late un encuentro

por primera vez.

Ojalá que un ojalá no envolviera el tiempo.

 

Demasiadas vueltas del reloj

 

No escuches al enjambre que asegura

Temblores cargados llevan premura

Emparejo mi edad con tu corazón

Y las ganas de amar son la emoción.

Que importa si el tiempo rezagó

Y en mis cienes la nieve fermentó

Si las sombras confirman el eclipse

Tú premias con la inocencia el declive.

No te fijes en los surcos del vaivén

No desvíes la intención de querer.


Poesía publicada en Periplos Literarios No 2


jueves, 14 de marzo de 2024

México: Modelo de ámbar y fuego - Silvia Quezada

 México: Modelo de ámbar y fuego

Silvia Quezada

 



Las rutas de la palabra se entrelazan cuando se intenta describir en breves páginas qué podría representar México hoy, diecio­cho años después del inicio del siglo XXI. Pueden preverse las complicaciones de abordar un tema que impone su amplitud a la brevedad de su sola mención. Cuando se piensa en México se evocan involuntariamente imágenes del pasado mediato e inme­diato, estampas que provienen de los titulares de los diarios, de carteles publicitarios, de los museos, de una colección popular que nos construye como ciudadanos mexicanos unificados en un bagaje común.

Para el adulto de hoy, México tiene tan sólo setenta años. Antes de eso las imágenes en que nos leemos pertenecen a la co­lección de los ascendentes, modelos de ámbar, ónix, esmeralda, barro, piedra caliza, oro, plata, mármol, concreto y fuego. Mé­xico es la sumatoria de los que fuimos. Octavio Paz le decía al mundo en su discurso de aceptación del Premio Nobel:

Los españoles encontraron en México no sólo una geogra­fía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasa­do sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes popula­res, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente — esa presencia. (Paz, 1990)

La presencia de las antiguas civilizaciones, cuyos vástagos directos se encuentran sumidos en el abandono institucional, son ahora parte del color local; se congregan las herederas de otros momentos que la historia oficial nos ha legado: Indepen­dencia, Reforma, Revolución, Modernidad. Palabras que la coti­dianeidad ha despojado de su trascendencia.

La modernidad, dijo Paz: «es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la his­toria? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la per­seguimos» (1990), y lo seguimos haciendo, esa modernidad daba sus primeros pasos cuando Paz recibía el Nobel, era la pre­sencia adolescente escandalosa y efusiva de la casa, ahora es una amargada que sigue tratando de perpetuar su juventud y lozanía. «Sufrimos, no tanto el complejo del pueblo conquistado, sino el complejo del pueblo desubicado frente a la «modernidad»», con esas marcas que ponen en entredicho lo que la modernidad significa, Carlos Fuentes reafirma los supuestos, como sea, quien sea, la modernidad se impone portentosa e indomable.

Profundizar el complejo que fijó en el mexicano la mo­dernidad escurridiza sería desviar el tema. En segunda instancia México hoy amedrenta con la profundidad de sus límites, por un lado es la misma extensión de tierra desde 1848, cercado por afluentes de agua que así como dan vida la destruyen, también es la división en sus 32 entidades federativas: México es la suma de sus fronteras territoriales, ideológicas y culturales; cuando la consigna enfatiza la actualidad con «hoy», también se deben considerar las fronteras temporales. Por otro lado, estas fronte­ras no se edifican en sus raíces, se desdibujan en sus cimientos, en el fondo México es una planicie unificada, en la superficie, sus fronteras, zanjas infranqueables, nos segmentan y segregan.

Así pues, si México es una frontera, entonces, México es «puesto y colocado enfrente» según la primera acepción normativa se confirman los supuestos; México está puesto y colo­cado enfrente tanto de Estados Unidos de América, imponente adversario de mil batallas, y está puesto y colocado enfrente de América latina, hermana melliza confidente y rival; asimismo se erigen unas frente a otras sus 32 entidades, sus 32 identidades, ya para convivir, ya para confrontar.

El segundo significado que dicta la Real Academia Españo­la indica que una frontera es un sinónimo de frentero, la analogía es irónica; el frentero es la «almohadilla que se ponía a los niños sobre la frente para que no se lastimaran», México es también el símil de un artefacto destinado a la defensa frente amenazas reales, potenciales e imaginarias; siempre con miedo, inseguro, siempre alerta a la caída.

Frontera también significa caudillo o militar. El caudillo mexicano está ampliamente idealizado como el hombre que bajo la proclama del Mesías se adentró en las instituciones para infectarlas con codicia, la imagen del caudillo es ahora inherente a la codena de una eternidad en una dictadura que se promueve en un bajo perfil, si bien se han dejado de venerar a los grandes dadores de la libertad, se ha suplantado la fuerza ideológica por la fuerza en camuflaje. Los militares ahora están en las selvas, en los campos, en las rúas, el mexicano no se acostumbra a verlos, el escepticismo sólo les da tregua cuando las fuerzas armadas marchan unidas en las festividades cívicas, sin embargo, al día siguiente la percepción general vuelve a poner a los civiles en condición vulnerable pues los militares nos recuerdan que sin la reforma persiguió dejarnos son Dios no midió el potencial efecto de ponernos frente al diablo, el caudillo y el militar son el terror purificado.

Al final, se presentan nociones más gentiles: una frontera es un límite y una fachada; es el frente visible saturado del color de las edificaciones de sus 111 pueblos mágicos, de sus casonas coloniales, de sus haciendas y chozas. México hoy son todas sus rutas: las áridas y las selváticas, las boscosas y las coralinas, es un ser que parado en la punta del Pico de Orizaba, tiene ahí acceso a la inmensidad, con la vista puesta hacia el lugar de donde vi­nieron las grandes naos que nos pusieron en el mapa del mundo occidental, da la espalda a la ruta comercial de los antiguos mexi­canos, tiembla con la adrenalina en su máximo tolerable, México es un ser colectivo que triunfa victorioso delante del abismo.

Este es un país que ha esperado durante siglos, soñado el tiempo de su historia. Su mueca y su sonrisa se han vuelto inse­parables. México es tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea. Todos sus tiempos son uno, el pasado ahorita, el futuro ahorita, el presente ahorita. Ni nostalgia, ni desidia, ni ilusión, ni fatalidad. (Fuentes, 2002: 162)

México es una fachada, es decir, la primera página de un libro escrito por mentes loables, en sus páginas se pueden en­contrar voces como las que han servido para concretar las ideas de estas páginas, así como en la cita anterior, en la que Carlos Fuentes construye su mensaje con metáforas contradictorias pa­rece improbable no toparse en cada capítulo con el límite que describe una identidad que es segmento y totalidad, es frontera y profundidad, es palabra en la suma su historia nacional, en sus le­yendas, en sus poemas y en su prosa pero también es música, bai­le, discurso, mentira, máscara, es la síntesis de sus arquitectos y humanistas, los propios y los adoptivos, es pasado y futuro Hoy.

El conjunto de las imágenes: desde la impresa en los có­dices hasta la resolución 4K de las pantallas televisivas, entre­mezclan las imágenes de los antiguos mexicanos, los dibujos de Humboldt, al costado en desorden están las placas de Manuel y Lola Álvarez Bravo, las de Víctor Casasola, Juan Rulfo, Pedro Valtierra, Nacho López o Pedro Meyer; también se descubren retazos de los majestuosos murales, los de Clemente Orozco lo mismo que los de Rivera o Siqueiros, las de las pinceladas preci­sas de Montenegro, Izquierdo, Rojo, entre tantos otros; los pai­ sajes y los muros de Barragán, Teodoro González, Mario Pani, y la lista incluye a la fijación de los ejecutores de otras manifesta­ciones culturales.

Entre el numeroso legajo aparecen otras más, más moder­nas, esa que Carlos Monsiváis, hace unos años ya ha puntualiza­do: «Hay una fotografía de y para las masas que no se practica como arte sino como rito social, que es registro interminable del instante, defensa contra la ansiedad, instrumento de poder». Son las selfies, los registros instantáneos de la vida cotidiana, des­de la violencia endémica que inunda lo urbano y lo rural, hasta el cafecito sobre la mesa una tarde lluviosa de julio. Estas imáge­nes de los dispositivos modernos reordenan la realidad nacional, esas instantáneas son el prontuario que actualiza y que, de algún modo, rompe las fronteras mostrando la hiperrealidad que nos permite soñar que somos ciudadanos del mundo, esas son las del «presente ahorita», el punto al final de México Hoy.


Texto publicado en el libro: México Hoy (Zonámbula, 2018)


miércoles, 13 de marzo de 2024

El final de nuestro tiempo - Laura Hernández Muñoz

 

El final de nuestro tiempo

Laura Hernández Muñoz





La muerte, en fin, llenó de cuerpos muertos/ todos los

templos santos de los dioses / y estaban de cadáveres

sembrados. / Todos los edificios de deidades/ los hicieron

 posadas de finados / importaba poco / la religión

ya entonces y los dioses/ porque el dolor presente era

excesivo./ Y se olvidó este pueblo en sus entierros/ de

aquellas ceremonias tan antiguas/ que en sacros funerales

se observaban.

 

Tito Lucrecio Caro

 

Invisible presagio llegó del oriente,

jinete apocalíptico cabalgando en el viento

filtra su mortal presencia por los sentidos.

El tacto y olfato, inocentes portadores

introducen, cual caballo de Troya, al enemigo.

El ser humano perplejo se atrinchera,

el espacio exterior, es territorio enemigo.

Los libros, la música y videos,

se vuelven compañeros.

Son la única puerta para escapar del encierro.

Tucídides, Boccaccio, Defoe,

Poe, Mann y Camus,

son leídos con morbosa intención:

encontrar en la historia de otras plagas

los exterminios sufridos por la humanidad.

¿Será posible que un virus nos ponga de rodillas?

La invisibilidad es su fortaleza,

el desconocimiento, nuestra debilidad.

Mascarillas, caretas, trajes, guantes,

astronautas en tierra yendo a trabajar.

El contagio, asesino silencioso

penetra por las puertas del cuerpo.

En pocos días asesta el golpe:

dolor de cabeza, fiebre y asfixia.

Los pulmones se inflaman, respirar cuesta,

la tos seca hiere a la garganta.

El olfato y el gusto son secuestrados,

un cansancio sin saber de dónde viene

paraliza al cuerpo deprimido.

Rojo color pinta a los ojos

que lloran lágrimas ardientes,

y palidecen los dedos de pies y manos

figurando la presencia de la muerte.

La voz de Edipo se escucha:

¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos

está despoblada la morada Cadmea,

mientras el negro Hades se enriquece

entre suspiros y lamentos!

Siglo V, siglo XXI, nada cambia.

La raza humana desvalida y frágil

mira por las ventanas buscando esperanza

el tiempo de encierro se alarga,

la libertad solo será un recuerdo

de cuando podíamos salir a todas partes,

saludar con besos y abrazos,

viajar sin restricciones ni cuidados.

Ante la pandemia que vivimos

nos atrevemos a preguntar:

¿de dónde salió este virus

que tanto daño nos causa?

La respuesta se esconde

tras las paredes de laboratorios

donde la ambición de poder

ha convertido a la humanidad

en conejillos de indias.

El final de la vida,

lo estamos escribiendo.


Poesía Publicada en Periplos Literarios 2


martes, 12 de marzo de 2024

Laura y Aura - Aída María López Sosa

 

Laura y Aura

Aída María López




 

—Pasa, Aura —dijo con su voz vieja.

—Mamá, ya te he dicho, soy Laura —contesté enfadada.

Con sus casi setenta años no disminuía su preferencia hacia mi gemela; otro día escuchando las «virtudes» de Aura y los «defectos» de Laura. Mi hermana era la bonita, la inteligente y todos los calificativos que engrandecen a un ser humano. El espejo confirmaba sus dichos, con minutos de diferencia nací baja de peso y una marca en el cuello la cual se fue agrandando con la edad. Mamá, durante el eclipse de luna, se rascó la panza estando embarazada y por eso la «chivaluna» en mi piel. Los dermatólogos no lograron con cremas, ni con láser, borrarla mancha violácea o tan siquiera difuminarla. Urgía que transcurriesen las seis semanas del postoperatorio y el médico le quitara la venda de los ojos; la venda respecto a Aura nunca se la podría quitar yo. «Lo bueno es que tú sí vienes a acompañarme, Laura ni sé para por aquí. A pesar de tus ocupaciones con mis nietos y tu esposo, no me desamparas. Cuando una hija es buena, una madre lo nota cuando es pequeña». Esas palabras retumbaban en mi cabeza, las había escuchado desde que tuve uso de razón. Una vez más le repetí que mi hermana no podía estar por las razones mencionadas por ella misma. Las vacaciones del despacho me facilitaban cubrir el turno diurno; el nocturno lo hacía la enfermera. No solo estaba ciega, sino también sorda; mis palabras no las oía, seguía llamándome Aura como su nombre; el desdoblamiento de su perfección. Narcisista en exceso. Decidí cumplir su anhelo, no le aclararía quién era y que siguiera creyéndose junto al a sacrificada de mi hermana y no conmigo, la solterona mala hija.

—¿Tan ocupada estará la malagradecida?

Atiende mejor a su perro, por eso no me arrepiento de haberte dado más a ti. Siempre se lo dije a tu padre, la gente fea es mala, pero él decía que soy clasista y por eso la traigo contra Laura. Quiero que sepas que todas mis joyas son para ti, hija, en cuanto me quiten estos trapos de los ojos te las entregaré.

Mejor en vida, así ella no tendrá derecho a reclamar. La casa la pondré a tu nombre...

—¿Crees justo dejar a mi hermana sin la mitad de la casa? —La interrumpí tajante—. Ella no se quedará conforme, trabaja con abogados y reclamará lo que por ley le corresponde.

Mi madre estuvo callada y pensativa por segundos que parecieron eternos, enseguida reaccionó.

—¿Me estás pidiendo la propiedad en vida?

—No, no te estoy diciendo eso —en automático repelí esa posibilidad.

Sus deseos de orinar desviaron el tema. La ayudé a levantarse de la cama y con cuidado la dirigí al sanitario. Vinieron a mi memoria los días cuando en ese mismo lugar el champú entraba a mis ojos.

Mi «mala suerte» a la hora de la ducha era habitual.

La mirada de Aura nunca se vio empañada con el jabón, pocas veces tenía motivos para llorar mientras que a mí me sobraban.

—Mamá, ¿recuerdas lo chillona que era Laura cada vez que la bañabas?

Me sorprendió cuando dijo que adrede me lo echaba y el placer al verme con los ojos enrojecidos. Un sentimiento de rabia e impotencia me atrapó, sin embargo, la levanté del inodoro con el mismo cuidado y la regresé a su cama. No tengo hijos, pero supongo que a todos se les quiere por igual. Quizá mi mala suerte no era eso y mis desventuras eran provocadas por su perversidad.

Mi gemela acostumbraba a hablarme por las noches para saber cómo había pasado la jornada nuestra madre; su familia la tenía absorta y por eso no iba a verla. Los compromisos sociales de su marido, empresario exitoso digno de ella, y de sus hijos adolescentes a quienes llevaba a la escuela, al karate y al ballet, además de dirigir un séquito de servidumbre, la tenían agobiada. Aura cumplía con pagarle la enfermera a doña Aura, la diferencia conmigo es que yo no contaba con el dinero para solventar el costo de otro turno. Desde las ocho de la mañana llegaba para prepararle todas sus comidas, bañarla, administrarle sus medicamentos y ser depositaria de los sentimientos de la mujer que me parió y nunca me quiso.

A ratos la dejaba hablando sola y recorría la casa: el cuarto de cada una de nosotras, el jardín trasero con el centenario árbol de mango, la salita de música con paredes de madera donde papá solía escuchar a Elvis Presley, a Los Platters... ooonlyyy yuuu... Cada rincón estaba impregnado de recuerdos buenos y malos. Apenas advertí que el cuarto de Aura es más grande que el mío y tiene clóset, lo cual le permitía tenerlo arreglado, motivo frecuente de mis castigos al no mantener el mismo orden. Mi periplo culminaba en la cocina preparando la dieta recetada por el doctor: baja en grasa y sal, abundante verdura.

Cada vez me resultaba más difícil levantarme temprano e ir a atender a mi madre y escuchar el nombre de mi hermana en vez del mío. Deseaba tener los recursos para pagar a alguien que lo hiciera, pero mis ingresos no eran fijos.

En pocas semanas conoceríamos su estado. Era probable que al quitar el vendaje siguiera necesitando ayuda, en tal caso tendría que solicitar licencia indefinida en el bufete. La sola idea me avasallaba.

La rutina hubiera sido benévola de no enterarme de sus patrañas. Un día me dijo:

—¿Te acuerdas de Fernandito, el niño que jugaba contigo en el parque? — yo apenas recordaba sus lentes y el pelo negro y crespo del regordete—. Pues tuvo una hermanita mongolita y un día me contó su mamá que la niña se ahogó en la bañera. En aquel tiempo las señoras comentamos que ella seguramente la dejó sola para que la muerte se la llevara.

Sin titubear deduje que eso mismo hubiera deseado hacer conmigo. Quise adentrarme en su mente; le pregunté si consideraba justificado hacer eso con un hijo enfermo, tomando en cuenta que ella se reconocía como una verdadera católica y no de esas que van a misa los domingos y de lunes a sábado las invade el «efecto Lucifer». La ambigüedad de su respuesta me orilló a pensar que sería capaz «por el bien de la familia».

Enajenada, tratando de recordar a la mamá de Fernandito, aquel día olvidé administrarle los medicamentos a la hora precisa. Mientras le llevaba el consomé a la boca, me horrorizó la vulnerabilidad de los niños ante sus padres: así como te dan la vida, te la pueden quitar sin uno poder defenderse. En más de una ocasión me sacó de mis pensamientos cuando levantaba la voz porque le mojaba la bata con el caldo. Mi silencio la preocupó: «¿tienes problemas con tu marido? estás muy callada», dijo convencida de ser conocedora de los conflictos de pareja, los cuales eran constantes con papá por los extremosos cambios de humor de ella.

No veía el fin del martirio. Mis vacaciones arruinadas y con el riesgo de prolongarse sin sueldo, sin alternativa de huir o deslindar en alguien la losa que cargaba a cuestas. ¿Y si en lugar de que la mamá de Fernandito se deshiciera de su hija, la hija se deshiciera de su mamá? La idea iba y venía, rondaba y se agazapaba... se olvidaba.

Corrían los días, se aproximaba el plazo para conocer el rumbo de mi destino. El trasplante de córneas le devolvería la vista o no a mi madre, ¿y si no? Aura estaba en condiciones de seguir pagando a la enfermera, pero yo no tenía la disponibilidad para atenderla indefinidamente. Mis malos modos fueron resentidos, el agua del baño demasiado caliente, la comida salada, escueta conversación, heladez por el aire acondicionado, la música estridente. La mamá de Fernandito, la hermanita de Fernandito, Fernandito...

Una mañana llegué a la casa de mi infancia como siempre, me invadía una felicidad inexplicable, ella misma lo percibió.

—Mi yerno con seguridad te trató con cariño anoche, es evidente — dijo maliciosa.

—Así es, mamá —respondí dándole por su lado.

Puse en el reproductor a Elvis; ambas recordamos a papá. El árbol de mango daba sus primeros frutos, el cielo de intenso azul resplandeciente, la primavera revoloteando en las coloridas alas de las aves.

A las doce del mediodía el agua de mango, la favorita de mi madre, estaba lista. Agradeció a la naturaleza su generosidad. Recostada en su mullido colchón, antes de ingerir sus alimentos, elevó una oración «por el pan nuestro de cada día». A la señora Aura le di de comer y beber y beber y beber y beber... Mojando la bata, las almohadas, las sábanas, la cama... Llenándole la boca, la garganta, la nariz, los pulmones, del dulce néctar amarillo hasta ahogar su respiración.


Cuento publicado en Periplos Literarios 1

lunes, 11 de marzo de 2024

Cumpleaños - Lizbeth Sánchez

Cumpleaños

 Lizbeth Sánchez



El lápiz se detiene indeciso, ha dejado noventa y cuatro marcas en el calendario, cada día de espera ha sido tachonado. La fecha actual tiene una marca precedente que permanece sin cambio ante la súbita retirada del grafito

     El cerillo suelta su roja melena con un chasquido, se acerca al horno donde provoca en segundos una ajetreada reunión de cabelleras que suben sus puntas y se pierden en el aire, su asamblea continua a puerta cerrada. Una nube de polvos invade la cocina: blancos y negros se empujan entre sí mientras una fuerza que los envuelve, los obliga a convertirse en uno, a perder su claridad y su tono oscuro, su identidad, para cederla a un color más uniforme. Un haz de luz parte del refrigerador, un guiño rápido que se pierde con un ruido seco, un golpe que cierra con fuerza ese único ojo. La leche que mantiene su frescura mientras es tasada para cubrir su cuota, la mantequilla que va perdiendo su firmeza y la vainilla que esparce su suntuoso aroma por el ambiente, se agregan al convite que se suscita en el cuenco y giran en lenta danza. Un discreto sonido da cuenta que los huevos se fracturan contra la vasija y se unen presurosos al embrollo. Su bailoteo sigue por algunos minutos hasta que son obligados a dejar el sitio. A la fuerza son empujados a un recipiente engrasado y enviados al horno que a fuerza de calor les cambiará la vida para siempre.

     En el comedor el polvo revolotea de repente, las cortinas aburridas de colgar se ven de pronto sacudidas, la luz que ha sido prohibida por largo tiempo entra con alegría y desparpajo a los rincones olvidados. Los muebles se mueven en desordenada coreografía. El piso va perdiendo lo opaco, se muestra ahora sin recato, sin mancha. Un trapo se dedica a la lenta tarea de limpiar. La lámpara en la esquina descubre su brillo e igual lo hacen el vacío florero sobre la mesa y el cristal que cubre la vitrina. Jalones bruscos obligan a los cajones a abrirse, mostrar sus desdeñados interiores y ser cerrados con premura. Uno de ellos ofrece lo buscado por frenéticas manos. Un mantel de vistosos colores hace su entrada triunfal al aposento. Se expande reclamando espacio y cae sobre la mesa vistiéndola de gala. 

     El reloj envía su melódica alarma. El horno abre su boca iluminada y su parrilla se muestra como lengua cargando el postre hinchado. El molde es de nuevo devorado y el calor se mantiene cautivo al cerrarse la puerta. Un simple giro en la perilla acaba con la fiesta de las llamas. El minutero avanza completando diez vueltas, el pan es retirado del cubo, todavía acalorado, y depositado en la mesa.

     Los pasos viajan por la casa. El pálpito del corazón se agita. Se escapa el agua burbujeante de la regadera. El vapor se dispersa por el baño, empaña el espejo, enturbia la mirada, y luego, se desvanece al abrirse la puerta, quizá va tras los pies que se dirigen de nuevo a la recámara. El ropero muestra su contenido, que de manera lenta es repasado, de ida y de vuelta, una vez más. Un vestido es elegido y regresado, luego otro y otro, hasta que por fin se encuentra el indicado.

     La mesa se viste de fiesta, a la mitad se coloca el pastel con su corona de diecinueve velitas, flanqueado por los cerillos de un lado y el cuchillo del otro. Confeti y serpentinas se dispersan entre platos, vasos y cubiertos. 

     Una silla es jalada y ocupada. El silencio, sólo combatido por la marcha casi militar del reloj que avanza a pasos lentos, amenaza con invadirlo todo. Desde la sala la puerta es observada con fijeza, sus vetas son recorridas con mirada distraída, sus cuarterones recortados una y otra vez por la imaginación, su función recibe fiera crítica, se le acusa de ser incapaz de retener lo más preciado. 

     La manecilla horaria se mece imparable, vuelta tras vuelta. La luz escapa entre las ventanas, las sombras llegan como titubeantes invitadas. La silla se desocupa. El cuchillo se eleva y cae con fuerza una, dos, tres y veinte veces sobre el pastel que ahora yace destrozado. La mesa que lucía impoluta queda enchocolatada.

     Las lágrimas escurren y el silencio pierde su batalla ante los sollozos que se escuchan en la casa.  



sábado, 9 de marzo de 2024

Por un cuerpo con brazos - Ruth Levy

 

Por un cuerpo con brazos

Ruth Levy

 




El pincel descansa en la mano de Magritte desde hace cinco minutos, si no lo deja en el frasco del líquido conservador se va a secar y a endurecer. Ahora lee lo que ha escrito en un cuaderno: la robe, femenino: das klei, neutro; el vestido, masculino; the dress, sin género.

El pintor se recrea en su obra, va su mirada directa al centro del cuadro donde la estampa de un ves cuelga de un perchero de madera; es un vestido de gasa, diáfano pero no transparente, los pliegues de a falda penden libres por su liviandad. Bajo el escote cuadrado despuntan dos senos visibles y redondos; las areolas y pezones, rugosos, excitados, brillan todavía con la pintura fresca. Sobre el suelo, en la punta de un par de zapatos con tacón alto; se ven claros, definidos, diez dedos femeninos y un trozo de piel humana en el contorno del empeine.

El artista deja a un lado el pincel, vuelve la mirada hacia el centro del lienzo, de ella caen sobre la tela la sensualidad y la picardía, lo titula: "Filosofía del tocador”. Se quita la bata y sale del taller.

El vestido de gasa que no es transparente se desliza del perchero, baja del cuadro y abandona la casa. Flota sobre la ciudad, el movimiento de colores en las calles le provoca acercarse para ver mejor. Llaman su atención esos otros vestidos que esconden los senos y tienen brazos que a veces cruzan sobre el pecho para acomodar el saco, los botones o la correa del bolso que cuelga del hombro.

El vestido de gasa que no es transparente recibe la mirada de asombro de los transeúntes; con alguna de esas miradas siente un ligero escozor, quiere palparse pero no tiene brazos, necesita un cuerpo dentro de él, uno que tenga manos y acaricie sus senos. Se da a la tarea de buscar ese cuerpo...

Ahí, en esa casa una mujer sale del baño. El vestido entra en la recámara por la ventana, se eleva con rapidez hasta el techo para que, al dejarse caer, se abra la falda y pase con facilidad por la cabeza femenina. Oh, se ajusta muy bien, y esos senos se acoplan a la concavidad de los suyos. La mujer ve asombrada su imagen en el espejo; sí, es ella, pero esos senos no son suyos; baja la mirada, escudriña debajo del escote: ahí están los propios. Pasa los dedos por encima y siente que no es tela, es piel suave y caliente; acuna las palmas para abarcarlos en su peso aunque no en toda su redondez.

El vestido no se mueve, espera sentir en tela propia la excitación que le causaron algunas miradas en la calle...

Esa mujer da vueltas frente al espejo, yergue el torso para lucir mejor, camina hacia atrás y regresa, lo cubre con una chalina, lo descubre con coquetería.

El vestido de gasa queda impávido, el ansia se di- luye. Sin pensarlo más, igual que entró en ella, así sale y sigue su peregrinar. Prueba en muchos cuerpos, todos reaccionan como el primero. Con cada uno espera la caricia que lo satisfaga. En ninguno siente la materialización de su deseo.

En una madrugada, frente a la puerta acrílica de otra regadera, el vestido espera impaciente a que sale guna centésima mujer. El vapor es denso. Ya afuera  y de espaldas al vestido, ese cuerpo se frota con una toalla. En cuanto la deja sobre el inodoro, la prenda cae sobre la figura; de inmediato siente que esos senos no se acoplan a los suyos, las manos empiezan a tocar la tela antes de ir hacia el espejo, cuando llegan a los senos se detienen, acerca las palmas a sus ojos, regresan a la parte superior del vestido, sigue el contorno redondo, las retira y frota una con la otra. iNo! El vestido no quiere que se detengan, esas manos le gustan, por favor que prosigan con la caricia.

El cuerpo, con el vestido de gasa que no es transparente, va hacia el espejo, limpia con rapidez el vaho sobre el cristal; con ojos semicerrados contempla el vestido con senos, sus manos regresan a ellos con lentitud, las engloba para tocarlos en toda su redondez.

Sí, ¡Eureka! esto es lo que el vestido quería sentir. Ahora quiere verse completo en el cuerpo con brazos que por fin encontró.

El cristal limpio de vapor refleja un cuerpo ancho de espaldas con una cara que luce bigote. El hombre se mira insistente en el espejo, intenta quitarse el vestido; cuando levanta la falda y ve sus genitales, la baja de nuevo, no se transparentan; se asoma por el escote y ve su torso velludo, plano; regresa su mirada al espejo, todavía están ahí los senos femeninos, los toca de nuevo, palpa su suavidad, abre los dedos índice y corazón, pero los cierra en el aire, no se atreve.

Prueba de nuevo a quitárselo y respira aliviado porque éste sale con facilidad. Lo deja sobre la cama y, presuroso, busca en el ropero, se viste con la ropa masculina más formal que encuentra.

El vestido queda sobre la cama. El hombre ve el reloj y toma un portafolios. Mientras sale de la habitación, mira con placer anticipado a esos senos que estarán ahí cuando él regrese; entonces, los gozará en paciente soledad.

Pero el vestido de gasa, que no es transparente, habrá de estar lejos de ahí; ya sabe cuáles cuerpos con brazos escoger, cuerpos con manos sabias que sí le gustaron, con las que acabó de paladear lo que deja- ron en sí aquellas miradas en la calle. Empieza a conocer el placer y ¿este hombre lo quiere tener cautivo? ¡No! Este hombre primero se avergonzó de ver en su torso senos femeninos, y ¿ahora quiere gozarlos en soledad? ¡No...! Se quedará un rato con aquellos que no se afrenten de verse senos redondos y brillantes...

Magritte llega a media mañana a su taller. Mira hacia el cuadro, directamente en el centro; su rostro no refleja asombro por ese espacio vacío que marca sólo el contorno del vestido. Sonríe pícaro, benévolo, al imaginar las andanzas del producto de su fantasía a través de su pincel. Toma el pincel y se da cuenta de que no lo dejó en el frasco con el líquido conservador; ahora debe preparar uno nuevo para volver a pintar otro vestido de gasa, que no es transparente, con senos visibles y redondos.

viernes, 8 de marzo de 2024

No te tatúes - Alejandra Maraveles

No te tatúes 

Alejandra Maraveles




 No te tatúes, por enésima vez, sólo los presos hacen eso, no me importa si tu amiga Laura lo hizo, una hija mía no va a andar pintarrajeada por la vida, no es algo que se quite con agua y con jabón. Todavía eres menor de edad y no te doy permiso. No te tatúes, tiendo a pensar mal de esa gentuza, las personas respetables no lo hacen, ¿cuándo has visto a un sacerdote con esas cosas? Si lo haces a tu abuela le va a dar un infarto. No te tatúes, tienes un cuerpo perfecto y tu cara divina, ni siquiera necesitas maquillaje para verte bien, ¿para qué venir a desgraciar tu cuerpo con esos dibujos sobre tu piel? No te tatúes, Lady Gaga y Justin Bieber son artistas, viven de escándalos, ellos necesitan llamar la atención y ser fotografiados por los paparazzis. Entiendo, ya eres mayor de edad, pero no tienes dinero, ellos sí y esas cosas salen caras, y tú ni siquiera trabajas. No te tatúes, podrías ser alérgica a los pigmentos y más adelante no podrás tomar el sol tranquilamente. Además, pueden reaccionar hasta muchos años después. No te tatúes, ya terminaste la carrera, en muchas empresas no admiten empleados con ellos sobre sus brazos o en cualquier lugar visible, hay otras maneras de expresarte, para algo sirve la ropa y los accesorios. No te tatúes, sólo es una moda pasajera, con el tiempo la gente ya no lo hará, al paso de los años te arrepentirás, cambian la forma si subes de peso o con las arrugas, eso sin sumar que los pigmentos tienen sustancias dañinas para los riñones y si llegas a necesitar una resonancia magnética te podrá causar dolor. No te tatúes, estoy consciente que muchos artistas lo hacen, pero también grupos extremistas, ¿no querrás ser confundida con ellos? No te tatúes, ¿libertad?, ¿de cuándo acá pintarse un colibrí es libertad?, ¿por qué quieres andar con ese pájaro marcado para siempre? No te tatúes… la frase quedó en el aire y en tu desconsideración, ya eres una mujer adulta y pagaste por ese colibrí, ¡es una lástima!, lo quisiste en la muñeca izquierda, ahora no podrás usar relojes inteligentes, investigué y causan quemaduras o se atrofian esos aparatos, pero ya lo hiciste, ya ni llorar es bueno. No te tatúes, repetí un millón de veces, pensaba en cuando tuvieras 40, 50 o 60 años, en posibilidades de un cáncer, en el peligro para ti. Yo pensé en esos años, en el futuro… ése que no llegó, al igual que tú quien no regresaste esa tarde después del trabajo. Yo me tatué tu nombre, aquel repetido constantemente en mi cabeza, impreso en lonas y carteles de búsqueda. No me tatué por moda o por expresarme artísticamente, lo hice como un recuerdo, aunque me es imposible olvidarte, tu nombre ahora descansa junto a un colibrí en mi antebrazo. Y ahora le pido a tu hermana que también lo haga… le exhorto que se tatúe, porque gracias a ese garabato, después de meses desaparecida me sirvió cuando en la morgue, entre decenas de cadáveres, identifiqué tu cuerpo.