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jueves, 17 de diciembre de 2020

Un disfraz para Roberto por Alejandra Maraveles

 



Sábado en la tarde, ojalá fuera tan divertido como lo hacían sonar el resto, me daba dolor de cabeza tan sólo abrir Facebook, allí estaba el aviso que ya me conocía de memoria «Roberto tienes notificaciones», entre las que encontré desde temprano esas fotos, imbécil Pedro que me dijo que no iba a hacer nada para su cumpleaños, el Jorge acababa de subir una foto, habían invitado a todos, bueno no a todos, a mí no me habían invitado.

Me dieron ganas de aventar la computadora, eran una bola de traidores, seguro se crearon un grupo en el que me excluyeron en Whatsapp, así hicieron planes sin que me diera cuenta. Era momento de buscarme nuevos amigos, o mejor dicho de buscarme unos verdaderos amigos.

Me levanté al escuchar ruidos, en el primer piso del edificio parecía que iban a dar una fiesta infantil, acababa de llegar una camioneta con un trampolín, la idea de soportar toda la tarde de gritos de niños, no me era para nada placentera.

Decidí ir a la cocina, me prepararía un sándwich o algo para comer. Mientras ponía las rebanadas de jamón sobre el pan, alcancé a escuchar el sonido de cuando alguien recibía un mail, «probablemente una cadena», me dije, pero la alarma volvió a sonar.

Me dirigí a la computadora, un mail, con el asunto en negritas resaltaba del resto: «Gran fiesta de disfraces», anunciaba. No parecía el típico «Spam», lo abrí con la curiosidad picando en mi dedo. Una imagen en rojo y negro llenó mi pantalla, los datos de la fiesta parpadeaban, estaba dirigido a un tal Luis, yo no me llamaba así, yo era Roberto, pero no me importaba, esa invitación era como un llamado a mi yo salvaje, a ése aburrido de pasar los sábados viendo televisión, a ése olvidado por los «amigos», a ése que tendría que aguantar gritos infantiles lo que restaba de la tarde.

Miré la dirección, la fecha y la hora, era para esa noche, eso me detuvo un momento; yo no era de los que planeaban mucho, pero tampoco de los que se iban a la aventura sin pensarlo dos veces. En ese momento una notificación con otra foto del cumpleaños de Pedro apareció en mi pantalla. Gruñí un poco, tal vez era el empujoncito que necesitaba para ir a la fiesta.

¿Disfraces decía, no?, entonces tenía que buscar algo con que ir, no podía vestirme de aburrido oficinista tipo Gódinez, de eso me vestía todos los días y de por sí ya era demasiado patético, tenía que ser algo genial, algo distinto. Pensé durante cerca de una hora, cada idea que llegaba a mi cabeza, la desechaba con la misma rapidez, tomaba en cuenta lo caro y lo accesible, y al parecer, no había un sólo disfraz que fuera barato, fácil de conseguir y mejor que la ropa que ya poseía.

¿Por qué me pasaba eso?, ¿cuándo me había convertido en este ser que contaba cada miserable peso?, ¿qué no se suponía que trabajaba, para no tener que pasar por esta situación?

Respiré profundo, no quería darles la razón a la bola de desagradecidos que estaban festejando el cumpleaños de Pedro, no que supiera lo que ellos pensaban, pero viendo los hechos y mi no—invitación a su celebración, podía suponer que ellos no tenían una buena opinión sobre mí. Y mi propia indecisión para escoger un disfraz adecuado, era prueba de ello. A veces pensaba que sólo me faltaba vivir en casa de mis padres con cero independencia para ser el epítome de los fracasados.

Me asomé por la ventana, los chiquillos del departamento dos, ya brincaban ruidosamente sobre el trampolín, una camioneta tipo van se acercó, «más mocosos, pensé», en lugar de regresar a mi cuarto, seguí mirando, un payaso alto y obeso salió de la parte trasera.

—Ése es un buen disfraz —me dije.

Como si esa fuera una señal del cielo, bajé las escaleras rápidamente, unos diez minutos de espera serían suficientes para poder colarme dentro de la vieja van, y «tomar prestado», un traje de payaso, aunque tenía que admitirlo, no era algo genial, aun así, no me quitaba la sensación de estar dentro de una película

de acción.

—Tú puedes Roberto —mencioné en voz baja.

El chofer recibió una llamada a su celular, el payaso no se veía cerca, era el momento apropiado, me deslicé dentro de la van, el lugar apestaba a mugre, sudor, comida vieja y algo que no pude detectar. Había varias cajas amontonadas, distinguí un tubo de maquillaje blanco. A la izquierda de las cajas estaba un rack con media docena de trajes de payaso. Observé encima de mi hombro, nadie estaba allí, nadie me miraba, si iba a hacerlo, era el momento, no podía retrasarlo más.

Uno… tomé el traje y el maquillaje, dos… miré por la ventanilla, el chofer seguía en el teléfono, tres… abrí la puerta de la van, cuatro… salí corriendo lo más rápido que me permitieron mis pies, cinco… llegué al rellano de la escalera, seis… subí las escaleras con lo que me quedaba de aliento, siete… llegué a mi departamento, ocho… me dejé caer en el piso.

Una vez que respiré con normalidad, vi mi recién adquirido disfraz, estaba envuelto en plástico, vi la nota de la tintorería, al menos estaba limpio. Un ligero pinchazo de culpa me pegó por un segundo, pero no era como si lo fuera a robar, lo usaría y lo llevaría a esa tintorería, así lo tendrían de regreso. Yo no era un patán, tomar el traje, era un caso de extrema necesidad.

Regresé a la computadora, anoté la dirección en la agenda de mi celular, la fiesta empezaba en tres horas, entonces recordé que no había terminado mi sándwich, con la emoción corriendo por mis venas, fui a la cocina, comí y después tomé un baño, cuando salí, vi casi veinte notificaciones de Facebook, la mitad con más fotos de la fiesta de Pedro. Apagué el aparato, al tiempo que torcía la boca, no me iba a desanimar por lo que ellos hicieran o dejaran de hacer, tenía una misión en puerta; todavía tenía que pintarme la cara antes de ir a mi fiesta de disfraces. Les iba a demostrar a esa bola de estúpidos quién era, alguien audaz, un verdadero amante de la improvisación.

Me maquillé lo mejor que pude, terminé de vestirme y me vi en el espejo, realmente distaba de ser un disfraz genial, sin embargo, había pasado por mucho para conseguirlo, salí de mi departamento dispuesto a la aventura, a la diversión a todo aquello que representaba a alguien distinto a mí.

Estaba por llegar a mi carro, cuando la mujer que vivía en el dos, me alcanzó.

—¡Qué bueno que sí pudo mandar a alguien más!

—¿Perdón?

—Sí, sé que sólo había pagado por una hora, pero vea… los niños apenas están llegando, me dijo que iban a verificar si podían mandar a alguien. Me alegra ver que lo mandaron. No debe hacer mucho, sólo póngalos a jugar, sólo por un rato…

La mujer me miraba con la desesperación marcada en sus ojos.

—Vamos, le pagaré el doble…

Discretamente vi la hora, ya debía salir, la fiesta ya había empezado.

—Si quiere, se los doy por adelantado —la mujer se acercó y me dio un sobre.

Lo abrí y dentro había cerca de tres mil pesos. Por un instante estuve a punto de ir en contra de la señora, decirle que me confundía, que yo era su vecino y que estaba vestido así para probar cosas nuevas, para ir a una fiesta a la que ni en mil años me habrían invitado.

—Vamos, no se quede allí, entre, que los niños están in-sopor-ta-bles.

Sin mucho pensarlo, estaba siguiendo a la vecina del departamento dos, y entonces lo supe, no iría a la fiesta de disfraces, con cada paso lo admitía, no era el hombre audaz que deseaba, no era arriesgado, ni aventurero, era un típico Godínez, que a duras penas podía pagar el lugar donde vivía, era un oficinista con un subsueldo, el cual tenía que contar cada centavo para poder subsistir; quien lo más arriesgado que había hecho en su vida, era robar el traje de payaso que llevaba puesto, no era elegante, ni gastaba mi quincena en una salida de viernes, era yo, Roberto, un fracasado… pero un fracasado que al final de la noche tendría tres mil pesos más en la bolsa.

jueves, 10 de diciembre de 2020

¡Maldita Venus! por Aida López

 

La última novia que tuve me abandonó cuando supo que no planeaba casarme pronto. Mis amigos tenían muchos problemas con las suyas y los que no, estaban depresivos en el mejor de los casos o con enfermedades venéreas. Estos pensamientos me asaltaban cada vez que me subía a mi coche para ir a alguna parte y veía parejas en los parques, sentados en un café o que simplemente iban caminando tomados de la mano.

En mis intentos desesperados por encontrar a alguien, me inscribí a varios portales de Internet en busca de una chica que tuviera un perfil semejante al mío; algunos sitios me daban la opción de especificar una lista de características deseables. Son maravillosos estos tiempos, pensaba.

Un día de ocio, caminando, pasé por una tienda que vendía juguetes sexuales, no tener pareja no impidió que entrara por curiosidad. Entre amigos siempre comentábamos de las últimas novedades; algunos eran verdaderos expertos. En un rincón del lugar me llamó la atención una muñeca inflable que estaba aislada, como sí no estuviera en venta, con un letrero que decía: «Malhecha».

Sin aguantarme la curiosidad volteé a preguntarle al chico que estaba en el mostrador si la muñeca estaba en venta, a lo que él me respondió que no, que por eso tenía el letrero de Malhecha, que estaba fallada. Cuando te dicen no a algo te encaprichas, así que insistí en que la quería comprar. El chico me miró extrañado y me dijo que no me la podía vender, porque luego iría a reclamar la falla. Fue cuando tomé conciencia de que no había preguntado cuál era el defecto; al hacerlo, el joven me respondió que no sabía, que el propietario de la tienda era quien revisaba la mercancía y por lo tanto desconocía por qué le había puesto Malhecha. Finalmente me retiré, acordando que regresaría al día siguiente para estar al tanto de la respuesta del dueño a mi intención de compra.

Toda la tarde y hasta dormirme no me pude sacar de la mente la palabra Malhecha, ¿quiénes están malhechos?, ¿yo, soy un malhecho?, ¿acaso todos estamos malhechos? Quizá yo era uno de ellos y por eso quería tener a la Malhecha conmigo. Ante tal posibilidad sentí temor de que esa obsesión de tener un inflable defectuoso fuera el síntoma de un trastorno y eso podría explicar, en parte, por qué me negaba al matrimonio. ¿Me estaría volviendo loco?

Al día siguiente, lo primero que hice después de tomarme un café, fue dirigirme al Sex Shop, si tenía suerte en pocas horas ya estaría «viviendo» con la Malhecha. Me reía de pensar en la cara de mis amigos cuando supieran de la muñeca inflable y de su nombre. Cuando entré a la tienda el chico me recibió con una sonrisa y me dijo: tiene suerte, la Malhecha es suya. ¡Ah!, pero antes debe firmar de conformidad con la mercancía que se está llevando, no se aceptan devoluciones por ninguna clase de falla. La única especificación es que cuando esté perdiendo volumen solo la puede inflar con su aliento.

Al momento que tomé la pluma para firmar, no pude evitar sentir que era como un matrimonio, yo que lo había evadido por tanto tiempo ahora me estaba «casando» con la Malhecha, solté una carcajada y leí en voz alta: no se aceptan devoluciones por ninguna falla. Si con esa firma la Malhecha era mía, pues firmaba.

La subí al carro y la Malhecha iba a mi lado de copiloto, en los altos las personas, desde sus vehículos, se me quedaban mirando, una sexagenaria hasta hizo la señal de la cruz cuando nos vio. Solo faltaba que me hubieran multado por llevar a la Malhecha conmigo.

Llegamos a mi apartamento y la coloqué en el sofá de la sala, luego vería dónde acomodarla. Extrañamente ese plástico yacente me hizo sentir acompañado. Observaría si la falla era que se le salía el aire, si era eso debía preparar mis pulmones para inflarla tantas veces como fuera necesario para conservarla.

Al día siguiente la Malhecha había perdido volumen, antes de irme a la escuela aspiré hondo y me dispuse a pasarle mi aliento para que volviera a ser la de antes; no sé cuántas mañanas tuve que hacer lo mismo hasta que una noche descubrí que entraba una luz violeta por la ventana, se posaba sobre la Malhecha y enseguida perdía volumen.

Desde esa noche, las siguientes ya nunca fueron igual. Me mantenía a la expectativa de la llegada de la intensa luz neón que desinflaba a mi Malhecha. Estaba desesperado, ansioso. ¿Esa sería la falla a la que se referían en la tienda? ¿Sabrían ellos de la luz neón?

Una noche encerré a la Malhecha en la bodega, ahí no había ventanas donde pudieran robarse el aire que la mantenía erguida. Cuál fue mi asombro cuando la fui a buscar a la mañana siguiente y estaba en el suelo como un pegote. Enseguida la recogí y le fui pasando mi aliento hasta que volvió a ser la misma.

Debía tomar medidas más drásticas para impedir el robo de su aire, mejor dicho de mi aliento. ¿Cómo podría denunciar esto? Entonces sí pensarían que estaba loco. Llegando la noche me mantendría alerta, entrada la madrugada, cuando la luz neón traspasara paredes, ventanas o lo que sea, abrazaría a la Malhecha y no permitiría que se llevaran nuestro hálito.

Eran las tres de la mañana cuando escuché un zumbido, del que no me había percatado antes, anunciando la llegada de la luz infernal. Me levanté de la cama y abracé a la Malhecha, sentí que la luz nos absorbió con tal fuerza que no supe cómo aparecimos en un lugar impregnado de luz violeta. La visión no alcanzaba a más de un metro, por el intenso resplandor.

La Malhecha y yo continuábamos abrazados. Entre el resplandor podía vislumbrar figurillas que se movían de un lado a otro. Nadie hablaba. Sin saber cuántas horas o tiempo pasó, una fuerza nos fue empujando hasta caer en una superficie blanda, con una consistencia que volvía a su forma en cuanto nos movíamos. La luz violeta había sido sustituida por una luz roja brillante que dejaba ver Malhechas por todas partes. Una, dos, cien, quinientas, mil… me estaba volviendo loco. Mi Malhecha se separó de mí y se confundió entre las miles iguales a ella.

De repente me vi, ¿por qué me estaba viendo?, ¿estaba frente a un espejo? intenté avanzar, pero mis pies estaban adheridos a la superficie. En eso comenzaron a aparecer cientos, miles, millones iguales a mí. Gritaba ¿dónde estoy? ¡Esto es una pesadilla!, pero mis palabras no tenían sonido. Millones de Malhechas y Yos se trasladaban sin rumbo. Lo único que quería era regresar a mi apartamento, no me importaba que la Malhecha no se fuera conmigo, total ya no sabía cuál era la mía entre las millones.

Al parecer mis Yos eran los árboles en ese planeta de venus malditas. Mis Yos les daban vida, vivían del oxígeno de pulmones humanos. Mis Yos eran sus esclavos. Intentar liberarlos desataría una guerra interplanetaria. Me cuestionaba si mis entes tenían conciencia o eran simples robots. Mi duda se despejó cuando vi que unas Malhechas rellenaban unos plásticos con el aire de mis Yos y estos plásticos tomaban mi forma reproduciéndose infinitamente.

La fatiga me venció y desperté tirado en el piso de mi recámara tres días después según el calendario, sin embargo, quizá en el planeta rojo de las Malhechas el tiempo se dilata, porque cómo explicar que hubieran millones de Yos en tan solo unos días.

Después de ese extraño episodio pasé por el Sex Shop varias veces y siempre estaba cerrado; ayer lo hice por última vez, pero solo encontré un letrero que dice: Se Renta.

Extraño a la Malhecha.

Tomado del libro: México Hoy, Editorial La Zonámbula

jueves, 3 de diciembre de 2020

Acaso en invierno por Jorge Luis González Trujillo

 

en una red de líneas que se entrelazan,

en una red de líneas que se intersectan,

Ítalo Calvino

 




si decidieras mirar a través de la noche

de viaje fuera de tus costas,

transitando senderos sin huella;

te asomaras por abruptos precipicios

sin temer siquiera al arrojo,

sin ahogar quizás el suspiro de caída.

 

Allá abajo se abruma la nostalgia

en torno a un momento de silencio;

descubrirás en el vacío: el espejo,

recorriendo en sentido opuesto

tu silueta bañada de luna,

leyendo con su vista de sombra

tu rostro envuelto de preguntas.

 

Si de imprevisto el viento acicalado

reptara el risco de subida,

llevara sus palabras a tu oreja:

desciende por la fosa,

surca tu barca entre filos de angustia,

para contarte del naufragio.

¡Atrévete a bajar por las respuestas!

 

Voz gota y fuego

dicen que soy

la voz             la gota y         el fuego

voz que libera

la gota de sudor dislocada

por el fuego

voz en su enigma que perturba el espacio

por donde brotan las palabras

gota que permite a la existencia asomarse

para que otros la vean en lo escrito

fuego que escandaliza al silencio

para retumbar voces dormidas

en letras sin tinta

voz torturada cuyo grito se escucha

por siglos con rostro de hombre

gota de amargura que fenece tras caer

en fango ceniza arena de milenios

fuego de otra Gran Explosión

que aún no dispone a descubrirse

 

acaso

la voz              la gota y          el fuego

del rostro de cuyos nombres pertenecen a otro

el nuevo hombre se levanta del mar.


Tomado del libro: México Hoy, editorial la Zonámbula