Sábado en la tarde, ojalá fuera tan
divertido como lo hacían sonar el resto, me daba dolor de cabeza tan sólo abrir
Facebook, allí estaba el aviso que ya me conocía de memoria «Roberto tienes notificaciones»,
entre las que encontré desde temprano esas fotos, imbécil Pedro que me dijo que
no iba a hacer nada para su cumpleaños, el Jorge acababa de subir una foto,
habían invitado a todos, bueno no a todos, a mí no me habían invitado.
Me dieron ganas de aventar la
computadora, eran una bola de traidores, seguro se crearon un grupo en el que
me excluyeron en Whatsapp, así hicieron planes sin que me diera cuenta. Era
momento de buscarme nuevos amigos, o mejor dicho de buscarme unos verdaderos
amigos.
Me levanté al escuchar ruidos, en el
primer piso del edificio parecía que iban a dar una fiesta infantil, acababa de
llegar una camioneta con un trampolín, la idea de soportar toda la tarde de
gritos de niños, no me era para nada placentera.
Decidí ir a la cocina, me prepararía un
sándwich o algo para comer. Mientras ponía las rebanadas de jamón sobre el pan,
alcancé a escuchar el sonido de cuando alguien recibía un mail, «probablemente una
cadena», me dije, pero la alarma volvió a sonar.
Me dirigí a la computadora, un mail, con
el asunto en negritas resaltaba del resto: «Gran fiesta de disfraces»,
anunciaba. No parecía el típico «Spam», lo abrí con la curiosidad picando en mi
dedo. Una imagen en rojo y negro llenó mi pantalla, los datos de la fiesta
parpadeaban, estaba dirigido a un tal Luis, yo no me llamaba así, yo era
Roberto, pero no me importaba, esa invitación era como un llamado a mi yo
salvaje, a ése aburrido de pasar los sábados viendo televisión, a ése olvidado
por los «amigos», a ése que tendría que aguantar gritos infantiles lo que
restaba de la tarde.
Miré la dirección, la fecha y la hora,
era para esa noche, eso me detuvo un momento; yo no era de los que planeaban
mucho, pero tampoco de los que se iban a la aventura sin pensarlo dos veces. En
ese momento una notificación con otra foto del cumpleaños de Pedro apareció en
mi pantalla. Gruñí un poco, tal vez era el empujoncito que necesitaba para ir a
la fiesta.
¿Disfraces decía, no?, entonces tenía
que buscar algo con que ir, no podía vestirme de aburrido oficinista tipo
Gódinez, de eso me vestía todos los días y de por sí ya era demasiado patético,
tenía que ser algo genial, algo distinto. Pensé durante cerca de una hora, cada
idea que llegaba a mi cabeza, la desechaba con la misma rapidez, tomaba en
cuenta lo caro y lo accesible, y al parecer, no había un sólo disfraz que fuera
barato, fácil de conseguir y mejor que la ropa que ya poseía.
¿Por qué me pasaba eso?, ¿cuándo me
había convertido en este ser que contaba cada miserable peso?, ¿qué no se
suponía que trabajaba, para no tener que pasar por esta situación?
Respiré profundo, no quería darles la
razón a la bola de desagradecidos que estaban festejando el cumpleaños de
Pedro, no que supiera lo que ellos pensaban, pero viendo los hechos y mi
no—invitación a su celebración, podía suponer que ellos no tenían una buena
opinión sobre mí. Y mi propia indecisión para escoger un disfraz adecuado, era
prueba de ello. A veces pensaba que sólo me faltaba vivir en casa de mis padres
con cero independencia para ser el epítome de los fracasados.
Me asomé por la ventana, los chiquillos
del departamento dos, ya brincaban ruidosamente sobre el trampolín, una camioneta
tipo van se acercó, «más mocosos, pensé», en lugar de regresar a mi cuarto,
seguí mirando, un payaso alto y obeso salió de la parte trasera.
—Ése es un buen disfraz —me dije.
Como si esa fuera una señal del cielo,
bajé las escaleras rápidamente, unos diez minutos de espera serían suficientes
para poder colarme dentro de la vieja van, y «tomar prestado», un traje de
payaso, aunque tenía que admitirlo, no era algo genial, aun así, no me quitaba
la sensación de estar dentro de una película
de acción.
—Tú puedes Roberto —mencioné en voz
baja.
El chofer recibió una llamada a su
celular, el payaso no se veía cerca, era el momento apropiado, me deslicé
dentro de la van, el lugar apestaba a mugre, sudor, comida vieja y algo que no
pude detectar. Había varias cajas amontonadas, distinguí un tubo de maquillaje
blanco. A la izquierda de las cajas estaba un rack con media docena de trajes
de payaso. Observé encima de mi hombro, nadie estaba allí, nadie me miraba, si
iba a hacerlo, era el momento, no podía retrasarlo más.
Uno… tomé el traje y el maquillaje, dos…
miré por la ventanilla, el chofer seguía en el teléfono, tres… abrí la puerta
de la van, cuatro… salí corriendo lo más rápido que me permitieron mis pies,
cinco… llegué al rellano de la escalera, seis… subí las escaleras con lo que me
quedaba de aliento, siete… llegué a mi departamento, ocho… me dejé caer en el
piso.
Una vez que respiré con normalidad, vi
mi recién adquirido disfraz, estaba envuelto en plástico, vi la nota de la
tintorería, al menos estaba limpio. Un ligero pinchazo de culpa me pegó por un
segundo, pero no era como si lo fuera a robar, lo usaría y lo llevaría a esa
tintorería, así lo tendrían de regreso. Yo no era un patán, tomar el traje, era
un caso de extrema necesidad.
Regresé a la computadora, anoté la
dirección en la agenda de mi celular, la fiesta empezaba en tres horas,
entonces recordé que no había terminado mi sándwich, con la emoción corriendo por
mis venas, fui a la cocina, comí y después tomé un baño, cuando salí, vi casi
veinte notificaciones de Facebook, la mitad con más fotos de la fiesta de
Pedro. Apagué el aparato, al tiempo que torcía la boca, no me iba a desanimar
por lo que ellos hicieran o dejaran de hacer, tenía una misión en puerta;
todavía tenía que pintarme la cara antes de ir a mi fiesta de disfraces. Les
iba a demostrar a esa bola de estúpidos quién era, alguien audaz, un verdadero
amante de la improvisación.
Me maquillé lo mejor que pude, terminé
de vestirme y me vi en el espejo, realmente distaba de ser un disfraz genial,
sin embargo, había pasado por mucho para conseguirlo, salí de mi departamento dispuesto
a la aventura, a la diversión a todo aquello que representaba a alguien
distinto a mí.
Estaba por llegar a mi carro, cuando la
mujer que vivía en el dos, me alcanzó.
—¡Qué bueno que sí pudo mandar a alguien
más!
—¿Perdón?
—Sí, sé que sólo había pagado por una
hora, pero vea… los niños apenas están llegando, me dijo que iban a verificar
si podían mandar a alguien. Me alegra ver que lo mandaron. No debe hacer mucho,
sólo póngalos a jugar, sólo por un rato…
La mujer me miraba con la desesperación
marcada en sus ojos.
—Vamos, le pagaré el doble…
Discretamente vi la hora, ya debía
salir, la fiesta ya había empezado.
—Si quiere, se los doy por adelantado —la
mujer se acercó y me dio un sobre.
Lo abrí y dentro había cerca de tres mil
pesos. Por un instante estuve a punto de ir en contra de la señora, decirle que
me confundía, que yo era su vecino y que estaba vestido así para probar cosas
nuevas, para ir a una fiesta a la que ni en mil años me habrían invitado.
—Vamos, no se quede allí, entre, que los
niños están in-sopor-ta-bles.
Sin mucho pensarlo, estaba siguiendo a
la vecina del departamento dos, y entonces lo supe, no iría a la fiesta de
disfraces, con cada paso lo admitía, no era el hombre audaz que deseaba, no era
arriesgado, ni aventurero, era un típico Godínez, que a duras penas podía pagar
el lugar donde vivía, era un oficinista con un subsueldo, el cual tenía que
contar cada centavo para poder subsistir; quien lo más arriesgado que había
hecho en su vida, era robar el traje de payaso que llevaba puesto, no era
elegante, ni gastaba mi quincena en una salida de viernes, era yo, Roberto, un
fracasado… pero un fracasado que al final de la noche tendría tres mil pesos
más en la bolsa.