La última novia que tuve me abandonó cuando supo que no planeaba casarme pronto. Mis amigos tenían muchos problemas con las suyas y los que no, estaban depresivos en el mejor de los casos o con enfermedades venéreas. Estos pensamientos me asaltaban cada vez que me subía a mi coche para ir a alguna parte y veía parejas en los parques, sentados en un café o que simplemente iban caminando tomados de la mano.
En mis intentos desesperados por
encontrar a alguien, me inscribí a varios portales de Internet en busca de una
chica que tuviera un perfil semejante al mío; algunos sitios me daban la opción
de especificar una lista de características deseables. Son maravillosos estos
tiempos, pensaba.
Un día de ocio, caminando, pasé por una
tienda que vendía juguetes sexuales, no tener pareja no impidió que entrara por
curiosidad. Entre amigos siempre comentábamos de las últimas novedades; algunos
eran verdaderos expertos. En un rincón del lugar me llamó la atención una
muñeca inflable que estaba aislada, como sí no estuviera en venta, con un
letrero que decía: «Malhecha».
Sin aguantarme la curiosidad volteé a
preguntarle al chico que estaba en el mostrador si la muñeca estaba en venta, a
lo que él me respondió que no, que por eso tenía el letrero de Malhecha, que
estaba fallada. Cuando te dicen no a algo te encaprichas, así que insistí en
que la quería comprar. El chico me miró extrañado y me dijo que no me la podía
vender, porque luego iría a reclamar la falla. Fue cuando tomé conciencia de que
no había preguntado cuál era el defecto; al hacerlo, el joven me respondió que
no sabía, que el propietario de la tienda era quien revisaba la mercancía y por
lo tanto desconocía por qué le había puesto Malhecha. Finalmente me retiré,
acordando que regresaría al día siguiente para estar al tanto de la respuesta
del dueño a mi intención de compra.
Toda la tarde y hasta dormirme no me
pude sacar de la mente la palabra Malhecha, ¿quiénes están malhechos?, ¿yo, soy
un malhecho?, ¿acaso todos estamos malhechos? Quizá yo era uno de ellos y por
eso quería tener a la Malhecha conmigo. Ante tal posibilidad sentí temor de que
esa obsesión de tener un inflable defectuoso fuera el síntoma de un trastorno y
eso podría explicar, en parte, por qué me negaba al matrimonio. ¿Me estaría
volviendo loco?
Al día siguiente, lo primero que hice
después de tomarme un café, fue dirigirme al Sex Shop, si tenía suerte en pocas
horas ya estaría «viviendo» con la Malhecha. Me reía de pensar en la cara de
mis amigos cuando supieran de la muñeca inflable y de su nombre. Cuando entré a
la tienda el chico me recibió con una sonrisa y me dijo: tiene suerte, la
Malhecha es suya. ¡Ah!, pero antes debe firmar de conformidad con la mercancía
que se está llevando, no se aceptan devoluciones por ninguna clase de falla. La
única especificación es que cuando esté perdiendo volumen solo la puede inflar
con su aliento.
Al momento que tomé la pluma para
firmar, no pude evitar sentir que era como un matrimonio, yo que lo había
evadido por tanto tiempo ahora me estaba «casando» con la Malhecha, solté una
carcajada y leí en voz alta: no se aceptan devoluciones por ninguna falla. Si
con esa firma la Malhecha era mía, pues firmaba.
La subí al carro y la Malhecha iba a mi
lado de copiloto, en los altos las personas, desde sus vehículos, se me quedaban
mirando, una sexagenaria hasta hizo la señal de la cruz cuando nos vio. Solo
faltaba que me hubieran multado por llevar a la Malhecha conmigo.
Llegamos a mi apartamento y la coloqué
en el sofá de la sala, luego vería dónde acomodarla. Extrañamente ese plástico yacente
me hizo sentir acompañado. Observaría si la falla era que se le salía el aire,
si era eso debía preparar mis pulmones para inflarla tantas veces como fuera
necesario para conservarla.
Al día siguiente la Malhecha había
perdido volumen, antes de irme a la escuela aspiré hondo y me dispuse a pasarle
mi aliento para que volviera a ser la de antes; no sé cuántas mañanas tuve que
hacer lo mismo hasta que una noche descubrí que entraba una luz violeta por la
ventana, se posaba sobre la Malhecha y enseguida perdía volumen.
Desde esa noche, las siguientes ya nunca
fueron igual. Me mantenía a la expectativa de la llegada de la intensa luz neón
que desinflaba a mi Malhecha. Estaba desesperado, ansioso. ¿Esa sería la falla
a la que se referían en la tienda? ¿Sabrían ellos de la luz neón?
Una noche encerré a la Malhecha en la
bodega, ahí no había ventanas donde pudieran robarse el aire que la mantenía erguida.
Cuál fue mi asombro cuando la fui a buscar a la mañana siguiente y estaba en el
suelo como un pegote. Enseguida la recogí y le fui pasando mi aliento hasta que
volvió a ser la misma.
Debía tomar medidas más drásticas para
impedir el robo de su aire, mejor dicho de mi aliento. ¿Cómo podría denunciar esto?
Entonces sí pensarían que estaba loco. Llegando la noche me mantendría alerta,
entrada la madrugada, cuando la luz neón traspasara paredes, ventanas o lo que
sea, abrazaría a la Malhecha y no permitiría que se llevaran nuestro hálito.
Eran las tres de la mañana cuando
escuché un zumbido, del que no me había percatado antes, anunciando la llegada
de la luz infernal. Me levanté de la cama y abracé a la Malhecha, sentí que la
luz nos absorbió con tal fuerza que no supe cómo aparecimos en un lugar
impregnado de luz violeta. La visión no alcanzaba a más de un metro, por el
intenso resplandor.
La Malhecha y yo continuábamos
abrazados. Entre el resplandor podía vislumbrar figurillas que se movían de un
lado a otro. Nadie hablaba. Sin saber cuántas horas o tiempo pasó, una fuerza
nos fue empujando hasta caer en una superficie blanda, con una consistencia que
volvía a su forma en cuanto nos movíamos. La luz violeta había sido sustituida
por una luz roja brillante que dejaba ver Malhechas por todas partes. Una, dos,
cien, quinientas, mil… me estaba volviendo loco. Mi Malhecha se separó de mí y
se confundió entre las miles iguales a ella.
De repente me vi, ¿por qué me estaba
viendo?, ¿estaba frente a un espejo? intenté avanzar, pero mis pies estaban
adheridos a la superficie. En eso comenzaron a aparecer cientos, miles,
millones iguales a mí. Gritaba ¿dónde estoy? ¡Esto es una pesadilla!, pero mis
palabras no tenían sonido. Millones de Malhechas y Yos se trasladaban sin
rumbo. Lo único que quería era regresar a mi apartamento, no me importaba que
la Malhecha no se fuera conmigo, total ya no sabía cuál era la mía entre las
millones.
Al parecer mis Yos eran los árboles en
ese planeta de venus malditas. Mis Yos les daban vida, vivían del oxígeno de
pulmones humanos. Mis Yos eran sus esclavos. Intentar liberarlos desataría una
guerra interplanetaria. Me cuestionaba si mis entes tenían conciencia o eran
simples robots. Mi duda se despejó cuando vi que unas Malhechas rellenaban unos
plásticos con el aire de mis Yos y estos plásticos tomaban mi forma
reproduciéndose infinitamente.
La fatiga me venció y desperté tirado en
el piso de mi recámara tres días después según el calendario, sin embargo, quizá
en el planeta rojo de las Malhechas el tiempo se dilata, porque cómo explicar
que hubieran millones de Yos en tan solo unos días.
Después de ese extraño episodio pasé por
el Sex Shop varias veces y siempre estaba cerrado; ayer lo hice por última vez,
pero solo encontré un letrero que dice: Se Renta.
Extraño a la Malhecha.
Tomado del libro: México Hoy, Editorial La Zonámbula