sábado, 8 de marzo de 2025

Nos vemos en la tarde por Alejandra Maraveles

 


Imagen de Pham Trung Kien en Pixabay


 “Nos vemos en la tarde”, me dijo mi hija antes de cruzar la puerta de la cocina que da a la calle. Entre las prisas que traía para salir a trabajar apenas la miré, recuerdo haberle dicho algo como “que te vaya bien”, pero la verdad no lo puedo asegurar. Yo salí disparada a mi trabajo porque ya se me había hecho tarde.

Durante el día estuve renegando, por el tráfico, la gasolina que había vuelto a subir y el calor tan elevado para ser todavía invierno. Llegué a mi oficina, con una montaña de papeles que me esperaban para ser revisados, procesados y devueltos a distintos departamentos de la empresa en la que trabajo. Luego durante la comida, me volví a quejar porque con las prisas se me había olvidado el tupper de las verduras. El día parecía ir como la mayoría, donde los pequeños detalles te agobian y se van convirtiendo en la vida que nunca quisiste tener.

Cerca de las cinco de la tarde, iba de regreso con un inminente dolor de cabeza, pensando en que tendría que llegar a cocinar para el día siguiente, dejarle algo a mi hija. Nunca tuve esposo, el padre de mi hija nos abandonó cuando ella tenía menos de un año de edad. Mis padres me apoyaron hasta que ella entró al kínder, pero allí mi madre enfermó de un cáncer que se la llevó muy rápido a la tumba. Mi padre no pudo vivir sin ella, al menos, no de forma normal, una demencia le atacó su cerebro, mismo con el que batalló durante unos años para finalmente acompañar al viaje eterno a mi madre.

Mi hija y yo nos quedamos solas. Y así había sido durante más de una década, ahora mi hija estaba en la universidad se iba temprano, de allí salía a un trabajo de medio turno que había conseguido cerca de su escuela. Ambas regresábamos a eso de las seis de la tarde, ella a hacer deberes, yo a hacer comida para el día siguiente y a limpiar lo que se pudiera. Muchas veces mientras ella lavaba los trastes me platicaba de su día, de sus amigas, los novios, su jefa del trabajo y los maestros de la escuela. Y he de confesar, que la mitad de las veces, minimicé sus problemas, los escuchaba y fingía que prestaba atención, para terminar diciendo, “Todo saldrá bien, ya lo verás”, aunque ni siquiera estaba segura si mi comentario iba de acuerdo a lo que me acababa de decir.

Esa tarde que regresé, ella no estaba allí. Me resultó raro porque casi siempre llegaba antes, pero tal vez, había ido a casa de alguna de sus amigas, revisé mi celular, pero no había mensajes. Raro, volví a pensar, mientras me cambiaba de ropa y me dirigía a la cocina.

Los minutos seguían pasando, el sol comenzaba a ocultarse y ella seguía sin llegar, después de poner el pollo a cocer, tomé el celular y le marqué, una… dos… diez veces. Le mandé mensajes al Whatsapp, pero aparecía que la última vez que había estado en línea había sido a las 6 de la mañana, que había sido unos minutos después de que ella había salido de casa.

Esa sensación de miedo comenzó a inundar mi ser, comencé a llamar a las amigas de mi hija, de quienes tenía su contacto, de inmediato las contestaciones no se hicieron esperar “No llegó a la escuela”, “pensamos que estaba enferma”, después llamé a su jefa quien me dijo que tampoco había llegado a trabajar… mis dedos se congelaron, mis pensamientos se entumieron y mi corazón se detenía cada dos segundos, causándome piquetes de ansiedad que subían por mi garganta.

Llamar a los hospitales, ir a la delegación para ver si estaba detenida, fueron cosas que no deseaba hacer, pero era mejor pensarla herida o detenida que secuestrada o muerta.

Los siguientes días cambió mi rutina, las quejas de las nimiedades del trabajo, del tráfico o el calor, habían quedado en el olvido, yo sólo quería a mi hija de vuelta… levantar las alertas en la policía y empezar una búsqueda infructífera que ha absorbido mi vida. Me niego a pensar que está muerta, sin embargo, me da más miedo siquiera imaginar lo qué le puede estar sucediendo si no lo está. Imprimo su imagen en pancartas y en afiches que han quedado pegados en postes y bardas… con cada uno que pego se va un trozo de mi esperanza.

Y me siento mal, por no haber sido una madre sobreprotectora que la tuviera vigilada las 24 horas, por no haberme ofrecido a llevarla a la escuela, pero, sobre todo, por no haberle contestado después de su “Nos vemos en la tarde”, con más ánimo, de no haberme fijado con certeza qué ropa llevaba puesta, por no haberle abrazado y dicho que la amaba… que la sigo amando.