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lunes, 24 de septiembre de 2018

Se siente frío por Arturo Méndez Licón





Tres componentes automotrices permanecían relegados, el lector de la pantalla decía stand by en letras verdes.

    A Bety le explicaron en la capacitación que eso quería decir “en espera”, pulsantes aparecían las letras en el tablero de su mesa de trabajo y seguido de esto se leía en letras rojas permanentes rejected (rechazado), que se mostraban automáticamente por el control de calidad del sistema computarizado del módulo que ella armaba una y otra vez, sin éxito.

    El producto que en esa maquiladora fronteriza de Ciudad Juárez se elaboraba, eran arneses automotrices para una marca de autos japoneses.

    Le preocupaba mucho a Bety ser sustituida; es tan devaluada la mano de obra en estos empleos, que fácilmente podía ser prescindible. En su anterior trabajo como sirvienta en una casa familiar, no le ofrecían las prestaciones de ley que en esta maquiladora le otorgaban, aun siendo contrato eventual mañosamente elaborado a favor de la empresa.

    La escasa preparación con la que ella contaba se reducía a labores domésticas y la actual capacitación de la maquila recibida para realizar este trabajo, al que por el momento parecía no tener la habilidad requerida; y no quería perder esa fuente de ingreso.

    Sintió escalofrío y se advirtió observada, ¿por una supervisora?, ella pensó lo peor.
    –¿Qué pasa, compañera? –preguntó la chica amablemente, vestida con su uniforme: una bata de color gris. La temperatura bajó exageradamente, Bety trató de darse calor al cuerpo con sus brazos cruzados sobre el pecho.
    –¡Ay!, no sé –exclamó –, lo he intentado paso a paso, pero llevo tres módulos rechazados y éste será el cuarto –dijo Beatriz quejándose.
   –Déjame ver, recorramos tu ruta, oprime el cero, ¡mira!, aquí está la falla, es sólo oprimir el cero, mantenerlo un rato, cerrar la cápsula y reiniciar –dijo Nancy.
    –Te juro que ya lo había hecho –replicó Bety.
    –Mira –le confesó en secreto la chica de bata gris –a veces, creo que desde el sistema central hacen estos bloqueos a propósito, para luego llamarte a la administración con otros fines, pero no lo podemos comprobar.
    –Cómo te lo agradezco compañera, necesito tanto el trabajo, entre mi mamá y yo mantenemos la casa, bueno, si se puede decir casa en donde vivimos con mis tres hermanitos.
    –Sí, te comprendo, así estamos todas, pero a veces la preocupación nos pone tensas y nerviosas y no vemos o entendemos, más allá de… –la chica se interrumpió tocándose la nariz, como un gesto significativo.
    –¿Cómo hablas? Y ¿Cómo sabes?, pareces muy experimentada a tu edad –comentó Bety.
    –Gracias, mira entré aquí a la edad de trece años falsificando mi identidad, al igual que otras más; hemos alterado nuestra acta de nacimiento para ser admitidas. Los administradores saben que mentimos, fingen no ser rigurosos en esta situación, aprovechándose de eso para disolver cualquier exigencia de nuestra parte hacia la empresa. Prefieren que seamos jóvenes y pobres; y así estamos con el temor de perder nuestro trabajo con base en el delito de haber alterado el acta de nacimiento; entre más calladitos, mejor para ellos, les conviene que estemos así, soportando la explotación laboral entre otras cosas.
    –¿Cómo te llamas? –Preguntó Bety – No traes gafete.
    –Nancy Villalba López, tengo diecinueve años.
    –Yo soy Beatriz Sisniega Molina y, la verdad, no soy mayor de edad, tengo quince años. Por eso y por tu ayuda me siento muy identificada contigo.
    –Gracias por tu confianza –le contestó Nancy –, bueno, nos veremos pronto por aquí en este mar de almas –refiriéndose a las cientos de operadoras existentes.
  
  Se dieron un beso, y se despidieron.

    Beatriz era de origen colombiano, nacida en Ciudad Juárez como tantas familias de población flotante, que se quedan atoradas en la frontera sin alcanzar “el sueño americano”. De su padre no sabían nada, al parecer, estaba desaparecido; años atrás un día salió de casa, quizá nadando por el río Bravo con la intención de cruzar o se enroló en una de las tentadoras trampas que la ciudad ofrece; drogas, prostitución, la más fácil manera de perder la libertad o la vida.


    Una mañana, a la entrada, afuera de la maquiladora, se encontraba un grupo de madres activistas, invitando a una manifestación: una gran marcha en caravana hasta la ciudad de Chihuahua para hacer un plantón frente a Palacio de Gobierno ante la pasividad de las autoridades para esclarecer el fenómeno feminicida serial: desaparecidas y encontradas muertas con extrema violencia.
  
  Bety observaba las pancartas en las que se leía: “Ni una más”, “Huesos en el desierto”, “Regreso a casa”, “Queremos a nuestras hijas vivas”.

    Hacía frío; se incrementó la sensación de la baja temperatura.

    –Hola, compañerita –se acercó a Bety, Nancy Villalba, y le preguntó –, ¿nos acompañarás? Habrá transporte, llevaremos sodas y burritos, el lunes 21 de marzo, lo aprovechamos y regresamos el martes, se quedará una guardia de protesta permanente frente a palacio.
    –Creo que sí, déjame ver –dijo Beatriz –le tengo que decir a mi mamá, te confirmo mañana, ¿sí?
   –Ok.

Ese mismo día, el egipcio Abdel Latif Shariff, hedonista, depredador y compulsivo sexual, venía cruzando la línea de El Paso Texas a Ciudad Juárez, por el puente Zaragoza; manejaba el lujoso auto su chofer y amigo “el Tolteca”, así se refería a su cómplice. Venían por “carne fresca”, sería una vez más el mismo perfil de todas las víctimas: jovencitas que parecieran egipcias, ojos y pelo negro, menuditas, morenas y pobres, esto facilitaba la “caza”.

    El egipcio ofrecía por cada presa mil dólares a pandilleros, choferes y policías, entre otros. El contubernio con las autoridades que recibían su especial pago, le cobijaban con absoluta seguridad en su cacería por el safari juarense.

    El mismo gobernador en turno, incompetente ante el caso, declaró “Es una mafia impenetrable”.

    Simultáneamente se oía el silbido de salida de turno de las operadoras de las maquilas.

    Bety y otras más salieron, tomaron el transporte que la empresa les ofrecía; las dejaba en diferentes rumbos, solicitados por cada una, para luego tomar su destino en otro camión o “rutera” de regreso a casa. Ella y otras bajaron en una parada de autobús, a la hora que el cielo comenzaba a teñirse de rojo.

    –Mira, Tolteca, ahí está una “conejita” –le dijo Shariff –dame el trapo con el cloroformo.

    Acercando el auto muy próximo a Bety; el egipcio, fingió preguntarle algo: ¿Do you know where is…? le dijo a la incauta jovencita, que sintió en ese momento un exagerado escalofrío recorrer su cuerpo, seguido de un poderoso jalón en sentido contrario al depredador que la acechaba.

    Con gran sorpresa Bety se percató que la acción provenía de su compañerita Nancy Villalba; sonriéndole ésta le dijo.

    –Compañerita si no te jalo, casi te atropellan estos pinches gringos.

Bety observaba cómo se alejaba el auto, en ese momento no comprendía aún la ruin intención de ellos, fue tan rápido y tan extraño todo…

    –Bueno –dijo Nancy –ahí viene mi camión, nos veremos mañana. Sus palabras hicieron reaccionar a Bety sobre lo que hubiera ocurrido: su muerte.

    Al día siguiente por la mañana, afuera de la maquiladora, sobre una mesa plegable, estaba la lista de las anotadas al viaje de la gran marcha programada a la capital, por supuesto que Bety se agregaría, venía con una nueva conciencia, después de lo ocurrido había nacido en ella un sentimiento de lucha y valentía. Muchas fotos de desaparecidas y jóvenes asesinadas estaban sobre la mesa. Con curiosidad y pena, ella comenzó a hojear las fotocopias; un frío invadió su cuerpo, no lo podía creer, estaba ante la fotografía de su amiga y protectora: Nancy Villalba López, se leía al pie de la foto; jovencita de trece años, violada, torturada y asesinada; encontrada en Palos Altos seis años atrás.

martes, 4 de septiembre de 2018

La mujer de la moto por Jorge Luis González






Regreso a ese otro tiempo en mi mente por momentos, y me digo: estuvo bien y estaré bien, pero, por lo que observo, me encuentro en algún hospital; entretanto, la vida prosigue y aquí adentro nada pasa.

Recorría la avenida rumbo al trabajo, de pronto, vi como una moto proveniente de una calle trasversal invadió primero el carril izquierdo, de súbito cambió al derecho, mismo que daba a la banqueta, y justo delante de mi auto. Eran dos ocupantes. Una escena típica de un domingo por la tarde, donde la mujer va detrás con unos jeans que se ve le gusta lucirlos por lo ajustados. Sin embargo, en esta ocasión ambos ocupantes de la moto iban encapuchados. Redujeron la velocidad al tiempo que otra mujer con su carriola caminaba por la acera. Entonces, la ocupante de la moto, la de los jeans, se inclinó de su lado derecho, lo necesario como para, con un esfuerzo adicional, levantar incluso un billete del piso. Estaba muy cerca de la mujer de la carriola, quien al caminar le daba la espalda. Luego, el resto ocurrió demasiado rápido. Lo único que no logro recordar, es en qué momento apreté el acelerador de mi auto hasta el fondo.

Mientras la vida continúa, todo pasa allá afuera, y yo sigo en este hospital. Por momentos, en mi mente, regreso a ese otro tiempo preguntándome: si el bebé sigue vivo y con su madre; si los secuestradores murieron o estarán allá afuera esperándome; si todo en realidad sucedió o sólo fue un sueño pasajero cuyo héroe soy yo. Pues dicen: después de un coma, la mente suele confundir la imaginación con los recuerdos de lo vivido.