jueves, 21 de marzo de 2024

Casi perfecto - Alejandra Torres Pichardo

 Casi perfecto

Alejandra Torres Pichardo

 


Lo admito, soy un galán, un enamorado de esos que ya no se ven, de los que saben conquistar con sólo mirarlas, soy bien parecido y mi finura arrebata suspiros ágilmente. Lo acepto, mi estampa europea cruzada con nativo americano hacen de mi presencia un ser que nunca pasa inadvertido. Cuido hasta los últimos porme­nores de mi vestimenta y de mi habla. El único e insignificante detallito, casi un fragmentito sin valor, que yo tengo, es que nací en el lugar equivocado; sí, nací entre estos mugrosos andrajosos, mal hablados sin educación; entre porquería y fealdad, donde el olor a sudor se mezcla con el tufo a grasa fritanguera. Pero bue­no, dicen que no se puede tener todo en esta vida, y yo lo tengo casi todo, aunque un día pude haber tenido de verdad todo, pero siempre hay algo que señala de dónde vienes.

Les contaré…

Zapatos mocasines bien boleados, camisa de rayón color rosa mexicano con la raya bien marcada, pantalón negro de pin­citas, sin olvidar los calcetines estampados en rombos negros y blancos. El cinturón lo cambié por tirantes, no es que yo sea un pachuco ni mucho menos, pero con ese atuendo van muy bien unos tirantes; peinado extra fijo relamido hacia atrás, nada de dejar unos churros en la frente ni de hacerme una cebollita, simplemente peinado hacia atrás como lo usan los modelos de pasarela. Mi aliento feroz de yerbas silvestres y frutas secas del campo; tres atomizadas de refrescante bucal sabor canela; una rociada de mi esencia favorita, maderas del bosque con un to­que de lavanda; dos gotas en los oídos, una gota frotada con las manos y doy fragancia a mi cara afilada. Y casi todo listo; quedé similar a un dios griego. Pero faltaba el último detalle, el más im­portante y el mismo que me condenó, la prenda que da la perso­nalidad que necesita un hombre apuesto como yo: mi saco sastre recién confeccionado, el que mandé a elaborar con Chuchita la de la esquina, el que fabricó siguiendo el patrón de una revista de modas, el que me entregó en una bolsa del mercado de San Jerónimo de los negros.

Bueno, ya estaba listo para triunfar. Puse mi pañuelo blan­co en la bolsa del saco, lo llevaba por si acaso lo necesitaba, como los caballeros antiguos.

Las constelaciones se habían alineado a mi favor y los aires otoñales semejaban un ambiente tipo Quebec, con tonos húme­dos neoyorquinos. Aunque para llegar a esos niveles, primero tenía que pasar caminando por una calle encharcada, después atravesar la esquina donde Lupe vende elotes, en seguida, dar la vuelta a la izquierda y seguir por una calle de terracería, para por fin, llegar a la estación del tren. Mi intención era abordarlo y unas calles antes de llegar a mi destino, tomar un taxi.

Sabía que mi fortuna se basaba en ser el individuo que soy, único, de belleza envidiable y de recatados gustos con mi educa­ción cursada y graduada en el internet.

Mi objetivo, el único y primordial, esa mujer de sonrisa flo­recida, de carnes gruesas resbaladizas, muslos seductores, brazos y cachetes inspirados en una musa de Botero.

Para mí, todo lo tenía esa hembra, no le veía defecto algu­no, pero lo más importante y que inspiraba mi lectura del gran Darío, para embrollarla con mi lengua prestidigitadora aunada a mi resonancia de voz, era su agraciado pasado, presente, y no sé si también su futuro, pues era aventurada su suerte de haber nacido en cuna dorada. Hija única de padre reconocido en la fa­rándula del éxito y de los negocios internacionales.

Contarles cuándo y cómo la conocí, creo que sería innece­sario, pero una pequeña reseña no está de más.

Bueno, yo la conocí primero. La miré en la televisión en la entrega de unos reconocimientos que les otorgan a los empresarios connotados del país. Ella iba del brazo de mi futuro suegro. Sospe­ché que era su hija y no su mujer, ya que con tanto dinero, el hom­bre, podría traer del brazo a algo más merecedor. Entonces la miré y también miré su corazón desesperado, puse la punta de mi lanza en el lugar exacto para embestirla de amor, desde ese momento me di a la tarea de prepararme física y mentalmente, indagué todo sobre ella; cosa que no es difícil en el internet. Cuando ya estaba más que listo, me dispuse a atacar, y en menos de un cerrar de ojos, la des­protegida ya tenía unos brazos que la consintieran. Su padre me lo agradecería, pues ella ya no andaría siempre detrás de él. Eso de ser huérfana de madre la había hecho más vulnerable a mis encantos.

Entonces así pasó todo. Bueno, no todo pero algo en resu­men así fue.

Con un futuro de rey por delante y con todos los dones que me cargo, nada podía fallar, mi próximo suegro no sabía de dónde venía yo, pero no había problema, pues con este porte y educación que sólo un magnate millonario de nacimiento puede poseer, era lógico que yo fuera un hijo de condes o algo parecido. Lo malo que ni una cosa ni otra, sin embargo, eso no tenía por qué saberlo. Lo único que él sabía era que su retoño había en­contrado a su media naranja y eso para él era más que suficiente.

El tiempo de cortejo que llevé con mi dueña, fue muy cor­to, ahora era el momento para que mi suegro conociera a su hijo adoptivo. Fue tanta la insistencia de mi noviecita a su padre para que me recibiera, que el hombre no fue capaz de negarle tan be­rrinchuda petición a su única heredera, no quedándole más re­medio que ceder y ordenar una cena discreta en mi honor. Así pues con mis preparaciones preliminares ese día iba a la victoria, tenía que cortar rabo y llevarme la oreja y todo el canal del rumiante. Arribé a la velada en taxi, inventé que el coche se me había descompuesto unas cuadras antes, y para no llegar tarde tuve que tomar un carro de alquiler. El guardia de la residencia que conoce a los de su clase, me miró de arriba para abajo, acari­ció su mentón frunciendo el entrecejo y me acompañó a la puer­ta. Mi seguridad y mi naturaleza para desenvolverme en esos ofi­cios no podían estropearse antes de entrar a escenario, y menos frente a un gandul como el que cuidaba de mi futura mansión.

La mujer merecedora de este apuesto mortal y el maduro hombre de negocios, o sea, mi futuro suegro, ya me esperaban en la recepción. Pasó lo mismo que con el guardia de seguridad, el padre de mi querida mujercita, me miró con detalle y escrupulo­sidad, en tanto, la dueña de mis sueños de oro, simplemente me atropelló en arrumacos cuando recibió de mis manos el ramillete de claveles que de pasada compré en el mercado. Hasta ahí todo iba de maravilla, aunque a mi amado suegro algo no le cuadraba, lo podía observar en sus gestos y la seriedad con la que se dirigía a mí.

Cena de tres tiempos, vino francés, y una charla escasa, que para mi suerte no podía pedir más. Nada de preguntarme por mi profesión, de mis padres o de mi cuna y todas esas cosas de protocolo de las altas alcurnias que por regla se obliga a tener.

Ya entrados en el convite y saboreando tan exquisito licor, comencé a sentir la pierna mofletuda de mi damita acariciando mi descarnada pantorrilla discretamente por debajo de la mesa. Ese jueguito me lo sabía de películas de romance, y no tenía nada de malo seguir la travesurilla complaciendo a mi amada. Así pues, saqué mi pie del zapato y comencé a darle pequeños tallones en sus rodillas carnosas, paré un instante cuando mi sue­gro dijo que algo olía mal, sin pensarlo dos veces le eché la culpa a los quesos que llevaron para degustar con el vino. Proseguí con la jugada, pero cuando mi pie se imbuía más al fondo…

Haré un paréntesis aquí, necesito aclarar dos cosas, la pri­mera: es que siempre he tenido el problema de pie de atleta y la segunda: es que se me pasó cortarme las uñas de los pies.

Entonces…cuando mi extremidad esplendorosa buscaba incesante un rinconcito tibio y húmedo… el ruido asfixiante de la garganta de mi doncella terminó con el momento encantador. Al tiempo de que mi pie entró valeroso en la entrepierna de mi emperatriz, el trago de vino se le atrancó en el gollete rechon­cho, su rebuscado parón, lanzó mi cuerpo a medio metro hacía atrás con todo y silla cayéndome de espaldas. Pero un noble no se quebranta por tan poco, así que sin importarme calzar solo un zapato, me levanté con estilo aristocrático, amoldándome el cabello y acomodándome el saco sastre. La cara rolliza de la ma­dre de mis futuros retoños, destilaba vino francés por todos los poros; nariz y boca, hasta me atrevo a decir que también por los ojos. Recordé entonces mi pañuelo, el que guardé por si acaso. Como todo un caballero antiguo de esos que ya no hay, saqué mi pañuelo y en el aire lo sacudí…

Qué ironía… allí terminó el sueño de un desventurado como yo. Sin miramiento alguno, mi escultural cuerpo fue pro­yectado en plena calle, y de paso, ni me entregaron mi mocasín recién boleado.

¡El insecto! ¡La corredora! ¡La larva! ¡La voladora!… ¡la maldita cucaracha que salió del pañuelo!, de mi pañuelo que lle­vé por si acaso… simplemente me aniquiló. Y todo por la bolsa donde la Chuchita metió mi saco sastre, la bolsa del mercado cucarachero de San Jerónimo de los negros.

Así pues, algún día, fui casi perfecto.


Texto publicado en Caledioscopio XIII (Zonámbula, 2016)


Alejandra Torres Pichardo Nació en Guadalajara, Jal. Es comerciante. Actualmente estudia el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores Sogem. Escribre por una necesidad que se desprende de sus ganas de crear, de comunicar lo que se amontona en su mente, aquellas imágenes que no tienen voz y que le toman de marioneta para darles vida.