Casi perfecto
Alejandra Torres Pichardo
Lo admito, soy un galán, un
enamorado de esos que ya no se ven, de los que saben conquistar con sólo
mirarlas, soy bien parecido y mi finura arrebata suspiros ágilmente. Lo acepto,
mi estampa europea cruzada con nativo americano hacen de mi presencia un ser
que nunca pasa inadvertido. Cuido hasta los últimos pormenores de mi
vestimenta y de mi habla. El único e insignificante detallito, casi un
fragmentito sin valor, que yo tengo, es que nací en el lugar equivocado; sí,
nací entre estos mugrosos andrajosos, mal hablados sin educación; entre
porquería y fealdad, donde el olor a sudor se mezcla con el tufo a grasa
fritanguera. Pero bueno, dicen que no se puede tener todo en esta vida, y yo
lo tengo casi todo, aunque un día pude haber tenido de verdad todo, pero
siempre hay algo que señala de dónde vienes.
Les contaré…
Zapatos mocasines bien
boleados, camisa de rayón color rosa mexicano con la raya bien marcada,
pantalón negro de pincitas, sin olvidar los calcetines estampados en rombos
negros y blancos. El cinturón lo cambié por tirantes, no es que yo sea un
pachuco ni mucho menos, pero con ese atuendo van muy bien unos tirantes;
peinado extra fijo relamido hacia atrás, nada de dejar unos churros en la
frente ni de hacerme una cebollita, simplemente peinado hacia atrás como lo
usan los modelos de pasarela. Mi aliento feroz de yerbas silvestres y frutas
secas del campo; tres atomizadas de refrescante bucal sabor canela; una rociada
de mi esencia favorita, maderas del bosque con un toque de lavanda; dos gotas
en los oídos, una gota frotada con las manos y doy fragancia a mi cara afilada.
Y casi todo listo; quedé similar a un dios griego. Pero faltaba el último
detalle, el más importante y el mismo que me condenó, la prenda que da la
personalidad que necesita un hombre apuesto como yo: mi saco sastre recién
confeccionado, el que mandé a elaborar con Chuchita la de la esquina, el que
fabricó siguiendo el patrón de una revista de modas, el que me entregó en una
bolsa del mercado de San Jerónimo de los negros.
Bueno, ya estaba listo para
triunfar. Puse mi pañuelo blanco en la bolsa del saco, lo llevaba por si acaso
lo necesitaba, como los caballeros antiguos.
Las constelaciones se habían
alineado a mi favor y los aires otoñales semejaban un ambiente tipo Quebec, con
tonos húmedos neoyorquinos. Aunque para llegar a esos niveles, primero tenía
que pasar caminando por una calle encharcada, después atravesar la esquina
donde Lupe vende elotes, en seguida, dar la vuelta a la izquierda y seguir por
una calle de terracería, para por fin, llegar a la estación del tren. Mi
intención era abordarlo y unas calles antes de llegar a mi destino, tomar un
taxi.
Sabía que mi fortuna se
basaba en ser el individuo que soy, único, de belleza envidiable y de recatados
gustos con mi educación cursada y graduada en el internet.
Mi objetivo, el único y
primordial, esa mujer de sonrisa florecida, de carnes gruesas resbaladizas,
muslos seductores, brazos y cachetes inspirados en una musa de Botero.
Para mí, todo lo tenía esa
hembra, no le veía defecto alguno, pero lo más importante y que inspiraba mi
lectura del gran Darío, para embrollarla con mi lengua prestidigitadora aunada
a mi resonancia de voz, era su agraciado pasado, presente, y no sé si también
su futuro, pues era aventurada su suerte de haber nacido en cuna dorada. Hija
única de padre reconocido en la farándula del éxito y de los negocios
internacionales.
Contarles cuándo y cómo la
conocí, creo que sería innecesario, pero una pequeña reseña no está de más.
Bueno, yo la conocí primero.
La miré en la televisión en la entrega de unos reconocimientos que les otorgan
a los empresarios connotados del país. Ella iba del brazo de mi futuro suegro.
Sospeché que era su hija y no su mujer, ya que con tanto dinero, el hombre,
podría traer del brazo a algo más merecedor. Entonces la miré y también miré su
corazón desesperado, puse la punta de mi lanza en el lugar exacto para
embestirla de amor, desde ese momento me di a la tarea de prepararme física y
mentalmente, indagué todo sobre ella; cosa que no es difícil en el internet.
Cuando ya estaba más que listo, me dispuse a atacar, y en menos de un cerrar de
ojos, la desprotegida ya tenía unos brazos que la consintieran. Su padre me lo
agradecería, pues ella ya no andaría siempre detrás de él. Eso de ser huérfana
de madre la había hecho más vulnerable a mis encantos.
Entonces así pasó todo.
Bueno, no todo pero algo en resumen así fue.
Con un futuro de rey por
delante y con todos los dones que me cargo, nada podía fallar, mi próximo
suegro no sabía de dónde venía yo, pero no había problema, pues con este porte
y educación que sólo un magnate millonario de nacimiento puede poseer, era lógico
que yo fuera un hijo de condes o algo parecido. Lo malo que ni una cosa ni
otra, sin embargo, eso no tenía por qué saberlo. Lo único que él sabía era que
su retoño había encontrado a su media naranja y eso para él era más que
suficiente.
El tiempo de cortejo que
llevé con mi dueña, fue muy corto, ahora era el momento para que mi suegro
conociera a su hijo adoptivo. Fue tanta la insistencia de mi noviecita a su
padre para que me recibiera, que el hombre no fue capaz de negarle tan berrinchuda
petición a su única heredera, no quedándole más remedio que ceder y ordenar
una cena discreta en mi honor.
Así pues con mis preparaciones preliminares ese día
iba a la victoria, tenía que cortar rabo y llevarme la oreja y todo el canal
del rumiante. Arribé a la velada en taxi, inventé que el coche se me había
descompuesto unas cuadras antes, y para no llegar tarde tuve que tomar un carro
de alquiler. El guardia de la residencia que conoce a los de su clase, me miró
de arriba para abajo, acarició su mentón frunciendo el entrecejo y me acompañó
a la puerta. Mi seguridad y mi naturaleza para desenvolverme en esos oficios
no podían estropearse antes de entrar a escenario, y menos frente a un gandul
como el que cuidaba de mi futura mansión.
La mujer merecedora de este
apuesto mortal y el maduro hombre de negocios, o sea, mi futuro suegro, ya me
esperaban en la recepción. Pasó lo mismo que con el guardia de seguridad, el
padre de mi querida mujercita, me miró con detalle y escrupulosidad, en tanto,
la dueña de mis sueños de oro, simplemente me atropelló en arrumacos cuando
recibió de mis manos el ramillete de claveles que de pasada compré en el
mercado. Hasta ahí todo iba de maravilla, aunque a mi amado suegro algo no le
cuadraba, lo podía observar en sus gestos y la seriedad con la que se dirigía a
mí.
Cena de tres tiempos, vino
francés, y una charla escasa, que para mi suerte no podía pedir más. Nada de
preguntarme por mi profesión, de mis padres o de mi cuna y todas esas cosas de
protocolo de las altas alcurnias que por regla se obliga a tener.
Ya entrados en el
convite y saboreando tan exquisito licor, comencé a sentir la pierna mofletuda
de mi damita acariciando mi descarnada pantorrilla discretamente por debajo de
la mesa. Ese jueguito me lo sabía de películas de romance, y no tenía nada de malo
seguir la travesurilla complaciendo a mi amada. Así pues, saqué mi pie del
zapato y comencé a darle pequeños tallones en sus rodillas carnosas, paré un
instante cuando mi suegro dijo que algo olía mal, sin pensarlo dos veces le
eché la culpa a los quesos que llevaron para degustar con el vino. Proseguí con
la jugada, pero cuando mi pie se imbuía más al fondo…
Haré un paréntesis aquí,
necesito aclarar dos cosas, la primera: es que siempre he tenido el problema
de pie de atleta y la segunda: es que se me pasó cortarme las uñas de los pies.
Entonces…cuando mi
extremidad esplendorosa buscaba incesante un rinconcito tibio y húmedo… el
ruido asfixiante de la garganta de mi doncella terminó con el momento
encantador. Al tiempo de que mi pie entró valeroso en la entrepierna de mi
emperatriz, el trago de vino se le atrancó en el gollete rechoncho, su
rebuscado parón, lanzó mi cuerpo a medio metro hacía atrás con todo y silla
cayéndome de espaldas. Pero un noble no se quebranta por tan poco, así que sin
importarme calzar solo un zapato, me levanté con estilo aristocrático,
amoldándome el cabello y acomodándome el saco sastre. La cara rolliza de la madre
de mis futuros retoños, destilaba vino francés por todos los poros; nariz y
boca, hasta me atrevo a decir que también por los ojos. Recordé entonces mi
pañuelo, el que guardé por si acaso. Como todo un caballero antiguo de esos que
ya no hay, saqué mi pañuelo y en el aire lo sacudí…
Qué ironía… allí terminó el
sueño de un desventurado como yo. Sin miramiento alguno, mi escultural cuerpo
fue proyectado en plena calle, y de paso, ni me entregaron mi mocasín recién
boleado.
¡El insecto! ¡La corredora!
¡La larva! ¡La voladora!… ¡la maldita cucaracha que salió del pañuelo!, de mi
pañuelo que llevé por si acaso… simplemente me aniquiló. Y todo por la bolsa
donde la Chuchita metió mi saco sastre, la bolsa del mercado cucarachero de San
Jerónimo de los negros.
Así pues, algún
día, fui casi perfecto.
Texto publicado en Caledioscopio XIII (Zonámbula, 2016)
Alejandra Torres Pichardo Nació en Guadalajara, Jal. Es comerciante. Actualmente estudia el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores Sogem. Escribre por una necesidad que se desprende de sus ganas de crear, de comunicar lo que se amontona en su mente, aquellas imágenes que no tienen voz y que le toman de marioneta para darles vida.