jueves, 14 de marzo de 2024

México: Modelo de ámbar y fuego - Silvia Quezada

 México: Modelo de ámbar y fuego

Silvia Quezada

 



Las rutas de la palabra se entrelazan cuando se intenta describir en breves páginas qué podría representar México hoy, diecio­cho años después del inicio del siglo XXI. Pueden preverse las complicaciones de abordar un tema que impone su amplitud a la brevedad de su sola mención. Cuando se piensa en México se evocan involuntariamente imágenes del pasado mediato e inme­diato, estampas que provienen de los titulares de los diarios, de carteles publicitarios, de los museos, de una colección popular que nos construye como ciudadanos mexicanos unificados en un bagaje común.

Para el adulto de hoy, México tiene tan sólo setenta años. Antes de eso las imágenes en que nos leemos pertenecen a la co­lección de los ascendentes, modelos de ámbar, ónix, esmeralda, barro, piedra caliza, oro, plata, mármol, concreto y fuego. Mé­xico es la sumatoria de los que fuimos. Octavio Paz le decía al mundo en su discurso de aceptación del Premio Nobel:

Los españoles encontraron en México no sólo una geogra­fía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasa­do sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes popula­res, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente — esa presencia. (Paz, 1990)

La presencia de las antiguas civilizaciones, cuyos vástagos directos se encuentran sumidos en el abandono institucional, son ahora parte del color local; se congregan las herederas de otros momentos que la historia oficial nos ha legado: Indepen­dencia, Reforma, Revolución, Modernidad. Palabras que la coti­dianeidad ha despojado de su trascendencia.

La modernidad, dijo Paz: «es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la his­toria? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la per­seguimos» (1990), y lo seguimos haciendo, esa modernidad daba sus primeros pasos cuando Paz recibía el Nobel, era la pre­sencia adolescente escandalosa y efusiva de la casa, ahora es una amargada que sigue tratando de perpetuar su juventud y lozanía. «Sufrimos, no tanto el complejo del pueblo conquistado, sino el complejo del pueblo desubicado frente a la «modernidad»», con esas marcas que ponen en entredicho lo que la modernidad significa, Carlos Fuentes reafirma los supuestos, como sea, quien sea, la modernidad se impone portentosa e indomable.

Profundizar el complejo que fijó en el mexicano la mo­dernidad escurridiza sería desviar el tema. En segunda instancia México hoy amedrenta con la profundidad de sus límites, por un lado es la misma extensión de tierra desde 1848, cercado por afluentes de agua que así como dan vida la destruyen, también es la división en sus 32 entidades federativas: México es la suma de sus fronteras territoriales, ideológicas y culturales; cuando la consigna enfatiza la actualidad con «hoy», también se deben considerar las fronteras temporales. Por otro lado, estas fronte­ras no se edifican en sus raíces, se desdibujan en sus cimientos, en el fondo México es una planicie unificada, en la superficie, sus fronteras, zanjas infranqueables, nos segmentan y segregan.

Así pues, si México es una frontera, entonces, México es «puesto y colocado enfrente» según la primera acepción normativa se confirman los supuestos; México está puesto y colo­cado enfrente tanto de Estados Unidos de América, imponente adversario de mil batallas, y está puesto y colocado enfrente de América latina, hermana melliza confidente y rival; asimismo se erigen unas frente a otras sus 32 entidades, sus 32 identidades, ya para convivir, ya para confrontar.

El segundo significado que dicta la Real Academia Españo­la indica que una frontera es un sinónimo de frentero, la analogía es irónica; el frentero es la «almohadilla que se ponía a los niños sobre la frente para que no se lastimaran», México es también el símil de un artefacto destinado a la defensa frente amenazas reales, potenciales e imaginarias; siempre con miedo, inseguro, siempre alerta a la caída.

Frontera también significa caudillo o militar. El caudillo mexicano está ampliamente idealizado como el hombre que bajo la proclama del Mesías se adentró en las instituciones para infectarlas con codicia, la imagen del caudillo es ahora inherente a la codena de una eternidad en una dictadura que se promueve en un bajo perfil, si bien se han dejado de venerar a los grandes dadores de la libertad, se ha suplantado la fuerza ideológica por la fuerza en camuflaje. Los militares ahora están en las selvas, en los campos, en las rúas, el mexicano no se acostumbra a verlos, el escepticismo sólo les da tregua cuando las fuerzas armadas marchan unidas en las festividades cívicas, sin embargo, al día siguiente la percepción general vuelve a poner a los civiles en condición vulnerable pues los militares nos recuerdan que sin la reforma persiguió dejarnos son Dios no midió el potencial efecto de ponernos frente al diablo, el caudillo y el militar son el terror purificado.

Al final, se presentan nociones más gentiles: una frontera es un límite y una fachada; es el frente visible saturado del color de las edificaciones de sus 111 pueblos mágicos, de sus casonas coloniales, de sus haciendas y chozas. México hoy son todas sus rutas: las áridas y las selváticas, las boscosas y las coralinas, es un ser que parado en la punta del Pico de Orizaba, tiene ahí acceso a la inmensidad, con la vista puesta hacia el lugar de donde vi­nieron las grandes naos que nos pusieron en el mapa del mundo occidental, da la espalda a la ruta comercial de los antiguos mexi­canos, tiembla con la adrenalina en su máximo tolerable, México es un ser colectivo que triunfa victorioso delante del abismo.

Este es un país que ha esperado durante siglos, soñado el tiempo de su historia. Su mueca y su sonrisa se han vuelto inse­parables. México es tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea. Todos sus tiempos son uno, el pasado ahorita, el futuro ahorita, el presente ahorita. Ni nostalgia, ni desidia, ni ilusión, ni fatalidad. (Fuentes, 2002: 162)

México es una fachada, es decir, la primera página de un libro escrito por mentes loables, en sus páginas se pueden en­contrar voces como las que han servido para concretar las ideas de estas páginas, así como en la cita anterior, en la que Carlos Fuentes construye su mensaje con metáforas contradictorias pa­rece improbable no toparse en cada capítulo con el límite que describe una identidad que es segmento y totalidad, es frontera y profundidad, es palabra en la suma su historia nacional, en sus le­yendas, en sus poemas y en su prosa pero también es música, bai­le, discurso, mentira, máscara, es la síntesis de sus arquitectos y humanistas, los propios y los adoptivos, es pasado y futuro Hoy.

El conjunto de las imágenes: desde la impresa en los có­dices hasta la resolución 4K de las pantallas televisivas, entre­mezclan las imágenes de los antiguos mexicanos, los dibujos de Humboldt, al costado en desorden están las placas de Manuel y Lola Álvarez Bravo, las de Víctor Casasola, Juan Rulfo, Pedro Valtierra, Nacho López o Pedro Meyer; también se descubren retazos de los majestuosos murales, los de Clemente Orozco lo mismo que los de Rivera o Siqueiros, las de las pinceladas preci­sas de Montenegro, Izquierdo, Rojo, entre tantos otros; los pai­ sajes y los muros de Barragán, Teodoro González, Mario Pani, y la lista incluye a la fijación de los ejecutores de otras manifesta­ciones culturales.

Entre el numeroso legajo aparecen otras más, más moder­nas, esa que Carlos Monsiváis, hace unos años ya ha puntualiza­do: «Hay una fotografía de y para las masas que no se practica como arte sino como rito social, que es registro interminable del instante, defensa contra la ansiedad, instrumento de poder». Son las selfies, los registros instantáneos de la vida cotidiana, des­de la violencia endémica que inunda lo urbano y lo rural, hasta el cafecito sobre la mesa una tarde lluviosa de julio. Estas imáge­nes de los dispositivos modernos reordenan la realidad nacional, esas instantáneas son el prontuario que actualiza y que, de algún modo, rompe las fronteras mostrando la hiperrealidad que nos permite soñar que somos ciudadanos del mundo, esas son las del «presente ahorita», el punto al final de México Hoy.


Texto publicado en el libro: México Hoy (Zonámbula, 2018)


Silvia Quezada es Doctora en Humanidades y Artes, miembro del Sistema Nacional de Investigadores en los últimos diez años. Vicepresidenta de la Corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana y consocia de la Sociedad de Geografía y Estadística. Trabaja en el Departamentode Letras y en el Departamento de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Es miembro del PEN Internacional. Su línea de investigación es la literatura mexicana.