Cumpleaños
Lizbeth Sánchez
El lápiz se detiene indeciso, ha dejado noventa y cuatro marcas en el
calendario, cada día de espera ha sido tachonado. La fecha actual tiene una
marca precedente que permanece sin cambio ante la súbita retirada del grafito.
El
cerillo suelta su roja melena con un chasquido, se acerca al horno donde
provoca en segundos una ajetreada reunión de cabelleras que suben sus puntas y
se pierden en el aire, su asamblea continua a puerta cerrada. Una nube de
polvos invade la cocina: blancos y negros se empujan entre sí mientras una
fuerza que los envuelve, los obliga a convertirse en uno, a perder su claridad
y su tono oscuro, su identidad, para cederla a un color más uniforme. Un haz de
luz parte del refrigerador, un guiño rápido que se pierde con un ruido seco, un
golpe que cierra con fuerza ese único ojo. La leche que mantiene su frescura
mientras es tasada para cubrir su cuota, la mantequilla que va perdiendo su
firmeza y la vainilla que esparce su suntuoso aroma por el ambiente, se agregan
al convite que se suscita en el cuenco y giran en lenta danza. Un discreto
sonido da cuenta que los huevos se fracturan contra la vasija y se unen
presurosos al embrollo. Su bailoteo sigue por algunos minutos hasta que son
obligados a dejar el sitio. A la fuerza son empujados a un recipiente engrasado
y enviados al horno que a fuerza de calor les cambiará la vida para siempre.
En
el comedor el polvo revolotea de repente, las cortinas aburridas de colgar se
ven de pronto sacudidas, la luz que ha sido prohibida por largo tiempo entra
con alegría y desparpajo a los rincones olvidados. Los muebles se mueven en
desordenada coreografía. El piso va perdiendo lo opaco, se muestra ahora sin
recato, sin mancha. Un trapo se dedica a la lenta tarea de limpiar. La lámpara
en la esquina descubre su brillo e igual lo hacen el vacío florero sobre la
mesa y el cristal que cubre la vitrina. Jalones bruscos obligan a los cajones a
abrirse, mostrar sus desdeñados interiores y ser cerrados con premura. Uno de
ellos ofrece lo buscado por frenéticas manos. Un mantel de vistosos colores
hace su entrada triunfal al aposento. Se expande reclamando espacio y cae sobre
la mesa vistiéndola de gala.
El
reloj envía su melódica alarma. El horno abre su boca iluminada y su parrilla
se muestra como lengua cargando el postre hinchado. El molde es de nuevo
devorado y el calor se mantiene cautivo al cerrarse la puerta. Un simple giro
en la perilla acaba con la fiesta de las llamas. El minutero avanza completando
diez vueltas, el pan es retirado del cubo, todavía acalorado, y depositado en
la mesa.
Los
pasos viajan por la casa. El pálpito del corazón se agita. Se escapa el agua
burbujeante de la regadera. El vapor se dispersa por el baño, empaña el espejo,
enturbia la mirada, y luego, se desvanece al abrirse la puerta, quizá va tras
los pies que se dirigen de nuevo a la recámara. El ropero muestra su contenido,
que de manera lenta es repasado, de ida y de vuelta, una vez más. Un vestido es
elegido y regresado, luego otro y otro, hasta que por fin se encuentra el
indicado.
La
mesa se viste de fiesta, a la mitad se coloca el pastel con su corona de
diecinueve velitas, flanqueado por los cerillos de un lado y el cuchillo del
otro. Confeti y serpentinas se dispersan entre platos, vasos y cubiertos.
Una
silla es jalada y ocupada. El silencio, sólo combatido por la marcha casi
militar del reloj que avanza a pasos lentos, amenaza con invadirlo todo. Desde
la sala la puerta es observada con fijeza, sus vetas son recorridas con mirada
distraída, sus cuarterones recortados una y otra vez por la imaginación, su
función recibe fiera crítica, se le acusa de ser incapaz de retener lo más
preciado.
La
manecilla horaria se mece imparable, vuelta tras vuelta. La luz escapa entre
las ventanas, las sombras llegan como titubeantes invitadas. La silla se
desocupa. El cuchillo se eleva y cae con fuerza una, dos, tres y veinte veces
sobre el pastel que ahora yace destrozado. La mesa que lucía impoluta queda
enchocolatada.
Las
lágrimas escurren y el silencio pierde su batalla ante los sollozos que se
escuchan en la casa.
Lizbeth Sánchez. Nació en La Cruz Sinaloa, en junio de 1967. Es Ingeniero en Sistemas Computacionales por el Iteso. Actualmente estudia el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores Sogem. «Escribo porque para mí, escribir es una travesía. Un viaje para contactarme con los demás. Una búsqueda incesante de las palabras que mejor expresen lo que vivo, lo que siento y lo que imagino»