Por un cuerpo con brazos
Ruth Levy
El pincel descansa en la mano de
Magritte desde hace cinco minutos, si no lo deja en el frasco del líquido conservador
se va a secar y a endurecer. Ahora lee lo que ha escrito en un cuaderno: la
robe, femenino: das klei, neutro; el vestido, masculino; the
dress, sin género.
El pintor se recrea en su obra, va su mirada directa al
centro del cuadro donde la estampa de un ves cuelga de un perchero de madera;
es un vestido de gasa, diáfano pero no transparente, los pliegues de a falda
penden libres por su liviandad. Bajo el escote cuadrado despuntan dos senos
visibles y redondos; las areolas y pezones, rugosos, excitados, brillan todavía
con la pintura fresca. Sobre el suelo, en la punta de un par de zapatos con
tacón alto; se ven claros, definidos, diez dedos femeninos y un trozo de piel
humana en el contorno del empeine.
El artista deja a un lado el pincel, vuelve la mirada hacia
el centro del lienzo, de ella caen sobre la tela la sensualidad y la picardía,
lo titula: "Filosofía del tocador”. Se quita la bata y sale del taller.
El vestido de gasa que no es transparente se desliza del
perchero, baja del cuadro y abandona la casa. Flota sobre la ciudad, el
movimiento de colores en las calles le provoca acercarse para ver mejor. Llaman
su atención esos otros vestidos que esconden los senos y tienen brazos que a
veces cruzan sobre el pecho para acomodar el saco, los botones o la correa del
bolso que cuelga del hombro.
El vestido de gasa que no es transparente recibe la mirada
de asombro de los transeúntes; con alguna de esas miradas siente un ligero
escozor, quiere palparse pero no tiene brazos, necesita un cuerpo dentro de él,
uno que tenga manos y acaricie sus senos. Se da a la tarea de buscar ese
cuerpo...
Ahí, en esa casa una mujer sale del baño. El vestido entra
en la recámara por la ventana, se eleva con rapidez hasta el techo para que, al
dejarse caer, se abra la falda y pase con facilidad por la cabeza femenina. Oh,
se ajusta muy bien, y esos senos se acoplan a la concavidad de los suyos. La
mujer ve asombrada su imagen en el espejo; sí, es ella, pero esos senos no son
suyos; baja la mirada, escudriña debajo del escote: ahí están los propios. Pasa
los dedos por encima y siente que no es tela, es piel suave y caliente; acuna
las palmas para abarcarlos en su peso aunque no en toda su redondez.
El vestido no se mueve, espera sentir en tela propia la
excitación que le causaron algunas miradas en la calle...
Esa mujer da vueltas frente al espejo, yergue el torso para
lucir mejor, camina hacia atrás y regresa, lo cubre con una chalina, lo
descubre con coquetería.
El vestido de gasa queda impávido, el ansia se di- luye. Sin
pensarlo más, igual que entró en ella, así sale y sigue su peregrinar. Prueba
en muchos cuerpos, todos reaccionan como el primero. Con cada uno espera la
caricia que lo satisfaga. En ninguno siente la materialización de su deseo.
En una madrugada, frente a la puerta acrílica de otra
regadera, el vestido espera impaciente a que sale guna centésima mujer. El
vapor es denso. Ya afuera y de espaldas
al vestido, ese cuerpo se frota con una toalla. En cuanto la deja sobre el
inodoro, la prenda cae sobre la figura; de inmediato siente que esos senos no
se acoplan a los suyos, las manos empiezan a tocar la tela antes de ir hacia el
espejo, cuando llegan a los senos se detienen, acerca las palmas a sus ojos,
regresan a la parte superior del vestido, sigue el contorno redondo, las retira
y frota una con la otra. iNo! El vestido no quiere que se detengan, esas manos
le gustan, por favor que prosigan con la caricia.
El cuerpo, con el vestido de gasa que no es transparente, va
hacia el espejo, limpia con rapidez el vaho sobre el cristal; con ojos
semicerrados contempla el vestido con senos, sus manos regresan a ellos con lentitud,
las engloba para tocarlos en toda su redondez.
Sí, ¡Eureka! esto es lo que el vestido quería sentir. Ahora
quiere verse completo en el cuerpo con brazos que por fin encontró.
El cristal limpio de vapor refleja un cuerpo ancho de
espaldas con una cara que luce bigote. El hombre se mira insistente en el
espejo, intenta quitarse el vestido; cuando levanta la falda y ve sus
genitales, la baja de nuevo, no se transparentan; se asoma por el escote y ve
su torso velludo, plano; regresa su mirada al espejo, todavía están ahí los
senos femeninos, los toca de nuevo, palpa su suavidad, abre los dedos índice y
corazón, pero los cierra en el aire, no se atreve.
Prueba de nuevo a quitárselo y respira aliviado porque éste
sale con facilidad. Lo deja sobre la cama y, presuroso, busca en el ropero, se
viste con la ropa masculina más formal que encuentra.
El vestido queda sobre la cama. El hombre ve el reloj y toma
un portafolios. Mientras sale de la habitación, mira con placer anticipado a
esos senos que estarán ahí cuando él regrese; entonces, los gozará en paciente
soledad.
Pero el vestido de gasa, que no es transparente, habrá de
estar lejos de ahí; ya sabe cuáles cuerpos con brazos escoger, cuerpos con
manos sabias que sí le gustaron, con las que acabó de paladear lo que deja- ron
en sí aquellas miradas en la calle. Empieza a conocer el placer y ¿este hombre
lo quiere tener cautivo? ¡No! Este hombre primero se avergonzó de ver en su
torso senos femeninos, y ¿ahora quiere gozarlos en soledad? ¡No...! Se quedará
un rato con aquellos que no se afrenten de verse senos redondos y brillantes...
Magritte llega a media mañana a su taller. Mira hacia el
cuadro, directamente en el centro; su rostro no refleja asombro por ese espacio
vacío que marca sólo el contorno del vestido. Sonríe pícaro, benévolo, al
imaginar las andanzas del producto de su fantasía a través de su pincel. Toma
el pincel y se da cuenta de que no lo dejó en el frasco con el líquido
conservador; ahora debe preparar uno nuevo para volver a pintar otro vestido de
gasa, que no es transparente, con senos visibles y redondos.
Ruth Levy [Vázquez] es una escritora mexicana. Profesora investigadora de la Universidad de Guadalajara udg. Cursó el Doctorado en Letras en el Departamento de Estudios Literarios.