La encontraron sollozando. Había sido hallada al borde
de su cama de holanes rosas. Los vecinos llamaron a la policía después de los
chillidos y gritos que escaparon por las ventanas.
Marcas rojas delineaban el cuello, hombros, brazos y
muñecas y una quemadura le fue impresa en la espalda. Fue imposible saber
cuánto tiempo llevaba en esa posición con las piernas contraídas y el vestido
rojo desgarrado. Incapaz de articular una palabra, tapaba su rostro con las
manos, pero las lágrimas se le escapaban entre los dedos como presa que se
desborda.
Intentaba guardar silencio porque ella era la culpable
de todo: una mujer provocadora.
Esa tarde ella tuvo que ser cargada para ser conducida
al hospital. Los paramédicos pasaron por encima de una lámpara rota, un oso de
peluche y maquillaje de fantasía desmoronado en el suelo que simulaba un
arcoíris difuminado
Esa tarde la encontraron con el vestido rojo, el
maquillaje corrido y las palmas de las manos húmedas. Unas manos diminutas y
una espalda diminuta donde un sol ardiente que no pidió se le dibujaba por ser
provocadora y no aceptar las consecuencias de sus actos.
Su cuerpo era frágil y el vestido rojo estaba húmedo,
orinado por el miedo. Esa tarde fue revisada por los médicos y encontraron no
solo marcas externas sino internas, con cura física, pero no mental.
Ella había sido desgarrada y humillada porque lo
merecía. Eso le habían dicho durante todo el acto forzado.
Después de tres días pudo hablar. Ya no tenía puesto
el vestido rojo, ni las sombras de fantasía, ni todo lo que le había robado a
su madre. Ahora lloraba en una habitación fría y azulada, con jirafas,
elefantes y monos tapizando las paredes, esos adornos que colocan en los
hospitales para amenizar algunas de las habitaciones del lugar.
Una tarde de hace tres días la niña se había
convertido en una mujer, eso le dijo su padrastro. Una mujer porque las niñas
no usan vestidos provocativos, una mujer porque las niñas no se maquillan y no
se pintan los labios, una mujer porque las niñas no se ponen todas esas cosas
para jugar con sus muñecas, le dijo su padrastro cuando la tomó en brazos e
intentó arrancarle el vestido y ella trató de escapar y terminó siendo atada.
Eso sólo lo hacen las mujeres, para provocar a hombres como él, recordaba la
niña.
La madre no creía nada de todo aquello, aunque el
padrastro ya estaba siendo investigado.
Después de tres días, la niña de diez años había
dejado de ser niña para convertirse en mujer.
Era su culpa, toda su culpa. Mencionó la niña entre sollozos cuando una
trabajadora social le hacía preguntas. La mujer confundida miró a la niña
queriendo saber por qué se culpaba, a lo que ella respondió que las niñas no
deben jugar a ser mayores. Cubrió el rostro y la presa se desbordó una vez más.