jueves, 19 de noviembre de 2020

Presente perpetuo por Martha Cerda

 


 

1.—

Advierte Lucía que afuera llueve. Me asomo por la ventana, veo caminar a la gente de prisa, con paraguas, sin ellos, pero todos con la mirada empañada como si les lloviera por dentro. Me acerco más a la ventana, la toco, no está mojada a pesar de que por fuera escurre lágrimas: «Lucía, la ventana está llorando», dice mi voz niña, y Lucía advierte de nuevo: Llueve. Quiero salir, mojarme, probar la lluvia. «¿A qué sabe, Lucía?» A cielo, me dice y advierte: no salgas o… Me quedo con ese —o— redondo y rotundo por incompleto. No hace falta saber lo que quiso advertir Lucía, es mejor no salir y quedarme a su lado deseando que sea mi mamá y me abrace y me mime, como en los libros viejos con los que me enseñó a leer: «mi ma—má me ama, mi ma—má me mi—ma»; pero no lo es. Mamá murió ayer, sólo quedamos Lucía y yo. Lucía comprende, me da un pellizco suavecito en la mejilla y advierte: Mañana será otro día… Lo dice de una manera tan incierta que no le creo. Mañana será el mismo día, lo sé, y lloverá y lloverá y lloverá…

2.—

Es hora de dormir, advierte Lucía con su bien templada voz. O sea, no hay alternativa, hay que dormir lo quiera o no. «Lucía, ¿el alma duerme?» A la ro—ro niño duérmaseme ya, porque ahí viene el Coco y se lo comerá. Me acuesta, me tapa y, sí, me da un beso. ¿Por qué Lucía siempre me besa en la boca? Mi almita se queda despierta, va y viene, como los pasos de Lucía que busca en silencio un lugar para acomodar su alma. Destrenza su pelo sedoso, descalza sus pies blanquísimos, se quita el vestido negro y se pone un camisón que huele a jazmín. «¿ Jaz qué?» Min, completa Lucía, acariciándome con su voz. «Jaz—mín, jaz— mín», repito imitándola, hasta memorizarlo, igual que gardenia, huele de noche, nomeolvides, jacinto, violeta y cenzontle. Lucía suspira y por fin apaga la luz. ¿Habrá encontrado el lugar para su alma? Mamá murió hace un año. Afuera llueve…

3.—

Los niños no lloran, advierte Lucía, mientras me jabona el pelo con ese shampoo que me irrita los ojos. Deja caer las palabras como con un gotero, letra a letra: L—o—s n—i—ñ—o—s n—o ll— o—r—a—n. Yo trato de juntarlas, de unirlas, pero el jabón me pica los ojos, no puedo verlas, se resbalan de mis oídos y finalmente se van por el resumidero revueltas con la espuma. Terminamos, dice Lucía, secándome con una toalla tiernita, pero en su boca las palabras son advertencias. Ese lacónico —terminamos— significa: Prepárate para lo que viene. Me tapo los ojos, los aprieto y cuando no veo nada siento los labios de Lucía besando los míos. Me río quedito, abro los ojos: «¿Lucía, Lucía, dónde estás…?» Hoy cumple mamá tres años de muerta. Afuera llueve…

4.—

Afuera llueve, tengo frío. Afuera está oscuro, adentro también. Hace cinco años que murió mamá. Salgo de mi cama y voy a la de Lucía, me acurruco junto a ella. Mi alma se aquieta. Le advertí que no la despertara porque… Lucía duerme, no me advierte. «Lucía, Lucía, yo… jazmín, violeta, cenzontle, nomeolvides…»

5.—

Saco de una caja un pedazo de piñata y ocho velitas derretidas, las coloco junto a las diez velitas casi enteras que apagué de un soplido y mis trece velitas nuevas. Agazapados tras los párpados, los ojos de Lucía me miran. Trato de besarla pero ella me dice no, ya eres un hombre. Lucía dejó de advertir que afuera llovía y que el huele de noche no huele de día. Miro por la ventana, ¿cuándo murió mamá?

6.—

Mi mamá no me mima, mi mamá no me ama. Afuera llueve, llueve... Mi vaho empaña la ventana. Mañana no es otro día.


Tomado del libro, México Hoy, editorial Zonámbula